CINCO INVIERNOS (última parte)

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Ella regresó a casa junto a su prometido.

Él pasó una última noche en el hospital, mirando el techo, incapaz de conciliar el sueño. No pegó ojo en toda la noche, pensando en que, en solo unas horas, la mujer que amaba se casaría con otro hombre. Leyó todas las tarjetas de cumpleaños sobre la mesilla, cinco en total, cada una con una dedicatoria diferente. La última solo contenía una frase:

"Siento que nunca vas a volver."

Miró por la ventana. La nieve comenzaba a derretirse bajo los primeros rayos de sol del amanecer. Ella le había dicho que la boda sería ese día, pero ¿cuándo? ¿Por la mañana? ¿Por la tarde? ¿Estaría ocurriendo en ese preciso momento?

"Siento que nunca vas a volver", recordó la tarjeta.

Pero él había vuelto, estaba allí. Y ella solo necesitaba tiempo, tiempo para regresar al momento donde él se había quedado atrapado. Solo necesitaba recordarle que su historia aún no había terminado.

Pidió que llamaran a un enfermero. Tardaron unas horas en darle el alta, pero en cuanto la tuvo, se dirigió corriendo al último lugar al que habría imaginado ir tras despertar.

Ella estaba feliz. Bueno, al menos eso se repetía una y otra vez hasta creérselo. Debía estarlo. Era un gran día. El día de su boda, nada más y nada menos.

Se miró en el espejo de cuerpo entero una última vez, con la cabeza ladeada. Todos los recuerdos cruzaron fugaces su mente: recuerdos de aquel chico por el que, hacía cinco años, habría dado la vida.

¿Qué debía hacer? ¿Esperar? ¿Y si no hubiera despertado nunca?

Ella había soñado con ese día, con formar una vida junto a alguien que amara de verdad. Sin embargo, las lágrimas que le empañaban la visión y el nudo en su estómago le dejaban claro que la persona que vería sobre el altar no era quien siempre había imaginado.

Se sorbió una lágrima antes de que resbalara sobre el impecable maquillaje.

El tiempo había pasado, y debía mirar hacia adelante. Respiró hondo, se ajustó el velo sobre la cabeza y salió de la habitación.

Él observó desde una esquina, escondido tras unos arbustos. La majestuosa entrada de la iglesia comenzó a llenarse de gente bien vestida. Habían colgado flores a cada lado de las escaleras de entrada. Flores blancas y amarillas. A ella le encantaba el color amarillo. Se preguntó si aquel hombre sería el que había elegido el blanco. O si sabía siquiera de su existencia.

Esperó.

El campanario gris, alzado contra un cielo azul despejado, dio una campanada que retumbó en la ciudad entera, y luego otra, y otra más. La gente empezó a entrar al interior y a acomodarse.

Las campanas cesaron, y el murmullo de voces de los invitados también. Llegó un coche.

Ella salió de su interior. Llevaba un ramo de flores amarillas en la mano, apretado contra su abdomen, sobre un vestido ajustado de pedrería.

El chico llevaba los vaqueros y la chaqueta de cuero con los que se estrelló con su moto hacía cinco años, pero no le importaba desentonar entre toda esa gente elegante.

Las puertas de la gran iglesia se cerraron tras ella, tras la larga cola de su vestido blanco, mientras caminaba del brazo de su padre.

Él ejecutó su plan con calma. Subió los escalones uno a uno, con el corazón latiéndole en la garganta. Empujó la puerta. El párroco dejó de canturrear. Todas las espaldas se giraron en los bancos y las caras se volvieron hacia él.

Avanzó por el pasillo, deteniéndose a los pies del altar. El novio, que no llegaría a ser marido —al menos no ese día, al menos no de su chica—, frunció el ceño.

—¿Y tú quién coño eres?

Él lo ignoró. Solo tenía ojos para ella. La miró en silencio. Estaba preciosa. Su cabello negro contrastaba con el velo que caía a sus espaldas, su boca abierta por la impresión, el ramo amarillo a punto de caer de sus manos.

—No lo hagas —le pidió él—. He vuelto. Estoy aquí.

—Que alguien lo saque fuera, por favor —dijo el novio, enfadado. Aparte de sus palabras y bufidos, el resto del público permanecía en completo silencio. Incluso el párroco.

—No lo hagas —repitió él, más suave—. Te quiero.

Los ojos de ella brillaron, y él vio cómo se le atascaba la respiración en la garganta.

El chico clavó una rodilla en tierra.

—Cásate conmigo.

Ella dejó de respirar. La iglesia entera contuvo el aliento. Sus ojos se movieron rápidamente entre los de su prometido y los del joven arrodillado a sus pies.

—Cásate conmigo —susurró él una última vez.

Los labios de ella temblaban, pero su voz sonó clara cuando dijo:

—Si. Si. Me casaré contigo. ¡Me casar...

La calló con un beso.

La iglesia entera estalló. Todos comenzaron a hablar a la vez. El prometido soltó una palabrota y salió corriendo, furioso.

—Te amo —le dijo él, besándola suavemente en los labios—. Prometo que no volveré a dejarte sola nunca más.

—Me debes cinco inviernos —respondió ella—. Mas te vale que así sea. 

Esc. Fict.: CINCO INVIERNOSWhere stories live. Discover now