Incluso ahora pienso en él de vez en cuando. En Toshimasa.
Me enamoré de él cuando aún estudiaba el bachillerato. Perdidamente, con un amor que lo absorbía todo. Nos veíamos cada día, iba a su casa, le ayudaba en la traducción. El era feliz conmigo. De eso estoy segura.
Pero fui incapaz de frenar el cansancio que sentía frente a diferentes aspectos de la vida, un cansancio que venía acumulándose dentro de él, incesantemente, desde antes de conocerme. Realmente no pude acabar de comprender aquel lado oscuro que ocupaba gran parte de su personalidad y por el cual me sentía, a la vez, fascinada.
Cuando nos conocimos, fui una mariposa que voló a la estancia de su corazón, donde había una bombilla a punto de fundirse. Aunque le ofrecí consuelo, al llevar centelleos de luz del día a la oscuridad, acabé creándole una mayor confusión.
Por eso, cuando aparece en mis sueños, sucede que mi ser, tal como es ahora, se encuentra con el Toshimasa del pasado. Porque creo que en estos momentos podría aportarle algo más que luz; le ofrecería una felicidad tranquila para vivirla juntos. Puede que ahora eso tampoco fuese posible, pero, igualmente, siento remordimientos. Quisiera haberlo conocido hoy. Esto es lo que pienso en alguna parte de mi corazón. Puede que me sobrevalore.
Sin embargo, cada vez que oigo el viejo discurso según el cual: "El alma de los suicidas no podrá entrar en el paraíso; estará condenada a sufrir eternamente", siento que voy a enloquecer. Pienso: "¡Eso es mentira!", tras ver su rostro de frágil sonrisa. La sonrisa de un hombre a quien no han permitido entrar.
Estuve en casa de Toshimasa la mañana del día que se suicidó.
Fue un sueño evocado por la luz del verano que penetraba exultante a través de las cortinas. Era una mañana despejada de principios de verano, igual que ahora.
Por las mañanas, Toshimasa siempre era el primero en levantarse. Cuando me despertaba, aún remoloneando, hacia las ocho para ir a la escuela, Toshimasa ya estaba frente al procesador de textos. Me gustaba su figura de espaldas, concentrada e inmóvil, acompañada de aquel tecleo monótono, porque me recordaba la imagen de mamá cuando yo era pequeña. La paz de él, diecisiete años mayor que yo, neutralizaba mi desbordante energía de adolescente y la dulcificaba. Cuando estaba con él, todo era paz. Aunque riéramos o estuviéramos alborozados, había calma. Cuando llegaba tarde a la escuela, por ejemplo, no me obligaba a levantarme. Si me quedaba y no iba a la escuela, no me echaba de la casa. El era así.
Pero aquella mañana fue distinto.
Cuando paré el despertador y mire a mi lado, Toshimasa estaba durmiendo aún, con un rostro mortecino y sin vigor. Tenía ojeras y su respiración era fatigosa. Yo, a mis dieciocho años, lo miré con ternura y sentí cómo se me encogía el corazón. Lo tapé dulcemente y salté de la cama. Me puse el uniforme y tomé un vaso de leche. Era una mañana tranquila.
Dentro de la habitación parecía haber un aire distinto. Busqué mi reloj, pero debía habérmelo olvidado en cualquier parte y decidí tomar prestado el de Toshimasa, que estaba sobre la mesa. Al ponérmelo, sentí su peso macizo y el cristal de la esfera de números negros brilló con un destello frío. La tristeza me atenazaba el corazón. Me sentí de repente invadida por la inquietud de estar en una habitación ajena, como si añorara mi propia casa.
Sí, aquella mañana todo estaba tan silencioso, tanto dentro como fuera de la casa, que daba la sensación de que podía oírse la respiración de Toshimasa, que dormía junto a la ventana. Todos mis movimientos eran involuntariamente forzados. Me sentía casi sin aliento. Sobre la mesa, junto al procesador de textos, había una copia impresa de la traducción del relato noventa y ocho.
Cuando lo tuve en mis manos, vi que aún no había llegado siquiera a la mitad. Era extraño. Poco tiempo atrás, Toshimasa me había dicho que estaba terminándolo. Sin embargo, el día anterior me había dicho con rostro sombrío que por mucho que lo tradujera y volviera a traducir, tenía la sensación de que algo fallaba. Pensé: "Lo ha rehecho todo desde el principio". Sabía que se habían suicidado dos personas.
Me horroricé.
Escribí una nota en el cuaderno: "Termínalo pronto y así podremos ir a la playa. Iremos a primera hora de la mañana como la otra vez. Nos pondremos el bañador y charlaremos todo el día tumbados en la arena. Me apetece muchísimo. Me llevo tu reloj. Vendré a devolvértelo pronto".
Este era el contenido del mensaje. Pensé: "Al leerlo, recordará el olor del mar y el rumor del oleaje del otro día, cuando fuimos juntos". Deseé que le entraran muchas ganas de ir a la playa y que, así, se afanara en terminar el trabajo. No eran celos, sino miedo. Sentí que al escribir la nota luchaba contra un enemigo oscuro e invisible.
Quería que recordara las cosas que habíamos visto los dos juntos, en el curso de nuestro amor: el tacto de una noche tibia, la belleza de las calles flanqueadas de altos edificios teñidos de color naranja que habíamos visto adormilados desde el taxi, en el camino del arrebol de la mañana, cuando me acompaño a casa, y también las lágrimas, el tacto cálido de las palmas de las manos y el intenso aroma que exhalaba todo ello. Con la fuerza de la desesperación de una mujer en los últimos instantes del amor, cuando siente que va ser abandonada.
Como estaba preocupada, lo llamé a mediodía desde la cabina de teléfono que estaba junto a la escuela.
—Diga— dijo Toshimasa con voz animada. Me tranquilicé.
—Te llamo desde la escuela— dije. A mis espaldas, resonaba la algazara, casi histérica, que reinaba a la hora del descanso del mediodía. Además, era la época en la que se limpiaba la piscina y se oía el alboroto que hacían los alumnos encargados de la limpieza, junto con el chapoteo del agua—. Qué alboroto, ¿verdad?— reí.
—Me da envidia— dijo Toshimasa—. ¿Ya te has comido el bento?
—Como he dormido fuera de casa, he tenido que comer en el comedor— dije riendo.
—Eres una verdadera estudiante de bachillerato.— Adivine en sus palabras una nota de celos—. Gracias por la nota.
—Iré a verte dentro de dos o tres días— dije.
—De acuerdo.
El alboroto llenaba toda la escuela hasta ocupar completamente el espacio. Parecía que los alumnos disfrutaban con todas sus fuerzas, concentrando en estos treinta minutos la libertad de toda la jornada. Los estadillos de las risas resonaban y la energía explotaba. Cuando alcé la mirada, vi en la lontananza el cielo azul del verano. Era una tarde deslumbrante, en la que la luz y las sombras cruzaban las calles.
—Adiós.
—Adiós— dije y colgué.
Fue la última vez.
La distancia, en aquel momento, entre los dos extremos del hilo telefónico, entre el lugar donde estaba Toshimasa y donde me encontraba yo, era más grande y tortuosa que la existente entre el cielo y el infierno. Por más que nos quisiéramos, no pudimos jamás establecer contacto. No hubo siquiera una tentativa de comunicarnos, ni los medios para hacerlo, ni capacidad alguna de percibir, ni la posibilidad de entendernos.
Había oído decir que incluso a los enamorados puede sucederles algo así. Pero, entonces, aún no sabía que una cosa tan vacía pudiera existir de verdad. Creía que era una historia cruel que había acaecido mucho tiempo atrás en un mundo triste, una historia ocurrida en un desierto lejano que ya no podría pasar jamás.
No, al menos, en el paraíso en el que yo vivía.

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north point [n. p.] ;; yuta
Roman d'amourAyaka, es una joven estudiosa de literatura, investiga el misterio que rodea al libro de cuentos, titulado N.P, del escritor Nakamoto Shin. Poco a poco el lector va sintiendo la fascinación letal que ejerce la obra sobre quienes se acercan a estudia...