Libre

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Que nunca me perdiste:

dejaste que me marchara,

que es la peor forma que existe de abandono

para el que se queda.

Y ese será tu mayor castigo.

***

Los papeles del divorcio llegaron de madrugada, en forma de una lechuza blanca que golpeó su diminuto pico contra el cristal de la ventana, insistente hasta que se levantó de la cama para dejarla entrar.

Apenas eran las seis de la mañana. Si ese fuera un día normal, se habría quedado durmiendo por lo menos un par de horas más; pero ya estaba despierta, y después de leer la carta y los documentos unidos a ella, era imposible que volviera a irse a dormir.

La caligrafía —escueta y apretujada, con las eses y las íes fusionándose de una forma casi ininteligible—, pertenecía indudablemente al que pronto sería su exmarido. Desde luego, su manera de escribir casaba de maravilla con su personalidad; sencillo, estrecho e incomprensible— así era Jaime Berenguer.

No se había molestado ni siquiera en redactar bien la carta. Se notaba que la había escrito sin pensar, sin darle importancia, como si trece años no merecieran más que un mero trazo de tinta y un papel desgastado que seguramente habría encontrado en el fondo del armario, donde Marta solía guardar sus pertenencias en la que antes era su casa. Eso sí, las bases del divorcio estaban bien claras:

«Divorcio de mutuo acuerdo por vía notarial. Los cónyuges declaran no tener hijos en común».

No tenían ni que ir a juicio; bastaba con que firmara bajo la línea de puntos para que Jaime pasara de ser el centro de su vida a poco más que un recuerdo, la huella de unos dedos que terminarían por borrarse cuando el vaho desapareciera de la superficie.

Tampoco es que le importara lo más mínimo. Quizá solo ahora formalizarían la separación, pero la ausencia de su marido era algo a lo que llevaba acostumbrada desde el comienzo de su matrimonio. Jaime Berenguer, al fin y al cabo, era alguien de renombre, alguien que no tenía tiempo para pasar los días con su mujer, ni siquiera los esporádicos fines de semana en los que no era necesario que fuera a trabajar.

Jaime Berenguer, uno de los médicos más influyentes del Hospital San Mungo de Enfermedades y Heridas Mágicas, se había dedicado en cuerpo y alma a sus pacientes, día y noche, prácticamente cada minuto de su existencia. Y eso le honraba.

Le honraba porque no hay nada más honorable que dedicar la vida a la de los demás, sea en la forma que sea, sobre todo si de tus manos depende que una persona pueda llegar a desafiar a la Muerte -así, en mayúsculas, como relataban los cuentos de Beedle el Bardo.

Los tres hermanos nada tenían que envidiarle; él no necesitaba ninguna capa de invisibilidad para burlar al mayor enemigo de todo mago —de todo muggle, incluso—, solo su varita y un par de pociones administradas con el mayor de los conocimientos, un encantamiento que había sido creado hacía siglos y la promesa de que todo iría bien.

Pero Marta de la Reina, por mucho que apreciara la labor que había realizado su marido, no podía decir que su vida a su lado hubiera sido feliz. Ni mucho menos.

Al comienzo de su relación, cuando ambos empezaban a conocerse, se había visto eclipsada por la imagen que pintaba aquel joven doctor, apuesto y bien vestido, con una sonrisa siempre presente en los labios y un par de manos dispuestas a ayudar a quien lo necesitara. Las conversaciones con él eran sumamente estimulantes; podían hablar sobre los animales mágicos más extravagantes, hechizos y pociones, curas para enfermedades que el mundo muggle desconocía... o incluso protestar (siempre con la boca pequeña) contra el impacto psicológico que los dementores de Azkabán ejercían sobre sus prisioneros. Y aunque había conseguido hacía tan solo unas semanas un puesto en San Mungo, ya comenzaba a echar unas cuantas horas de más en el trabajo.

AmortentiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora