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No se me forzó a elegir el camino de los pecadores, entregué mi alma de forma voluntaria; sin embargo, eso no quiere decir que lo haya hecho solo con placer y sin ningún arrepentimiento, como muchos de ellos. Por el contrario, lo hice con un aire de culpa por reconocer la sencillez con la que solté la pureza. Yo, que a todo le dejaba grabadas las uñas, apenas traté de retenerla cuando se escurrió entre mis dedos. También sentí miedo. Mucho miedo. Pero el miedo y mi manera de actuar ante, por y a pesar de él, era una de las cosas que más le atraían de mí. Y a mí me gustaba bastante más resultarle atractivo de lo que temía a las consecuencias irreversibles de mis malas decisiones.

También, decía, le encantaba mi forma de infringir temor. Según él, nada más alguien que conoce las tinieblas es capaz de guiar a otros a ellas, y aunque tenía las suyas propias, creo que le parecían más interesantes las mías. Más enrevesadas. O, al menos, encontraba magnetismo en los avernos retorcidos que éramos capaces de construir cuando nos atormentábamos el uno al otro. Entiendo el porqué: juntos, hasta los besos más dulces tenían un buqué a tragedia. A él le gustaban los romances que terminaban en veneno. A mí también.

Recuerdo una noche en particular con el halo de la farola enmarcándolo de la misma forma que las aureolas detrás de las cabezas de los santos en las pinturas. Tengo que empezar aquí porque, de alguna manera, en esos momentos decisivos siempre evocaba lo mismo: divinidad y rabia. De pie bajo la lluvia el pantalón y la camiseta se le adherían al cuerpo como una segunda piel; los mechones de su cabello rojo parecían ríos de sangre escurriéndose desde la cabeza hasta el mentón. Frente a frente a medio auto de distancia, el resplandor de los faros me permitió ver cómo el vaho de su aliento se fundió con la neblina. A veces me preguntaba si no lo había creado yo: hombre-monstruo-dios extirpado de mis pesadillas húmedas. Ente tulpezco. En medio de la oscuridad apreté el volante hasta que me dolieron los nudillos y el motor levantó un rugido mucho más amenazante que el de los estruendos de la tormenta: él y yo, ambos, temblábamos de coraje.

Aún con eso, sabía que para ese momento él ya tendría una serie de acordes dándole vueltas por la cabeza y cosquilleando en las puntas de sus dedos, ardiendo ante la necesidad de sentir el cobre de las cuerdas de su guitarra. También me imaginé que él sabría que yo, algún día, terminaría aquí, escribiendo esto. No nos resultaba nuevo, era algo por lo que ya habíamos pasado y que no fue la última vez que sufrimos juntos. Sucedía en la cúspide de la tensión acumulada, del resentimiento oxidado, cuando se atrevía a tomarme por las muñecas o a estrujarme contra el muro con el afán de impedirme atravesar la puerta de cualquier lugar. Entonces yo podía amenazar con pasarle el automóvil por encima si no se movía de enfrente. A veces el escenario cambiaba, en ocasiones el auto era un cuchillo; alguna que otra noche, quien lo apretaba a él era yo. Una y otra vez. Una y otra vez. Y otra.

Pero entonces los moretones se difuminaban en la piel, los pinchazos se aclaraban hasta convertirse en costras secas y los instantes transmutaban a cicatrices tornasoles. Cuando las heridas sanaban, se volvían el anecdotario del cual manaba el arte. Yo era cien canciones y él mil poemas; esa alquimia estaba por encima del dolor. Era el irremediable goce provocado por el pecado. La beatitud inesperada en medio del martirio. El placer retorcido en las entrañas que solo sabía de crecer al mezclarse con la culpa. Con él, al final, todo podía reducirse al placer de lo que no debería darlo. Al hedonismo de permitirle lamer cada rastro de sangre y dolor que tuviera yo por ahí escondido, esperando a ser abierto de par en par.

Pero esa noche, en ese instante, aún no llegaba la belleza. Solo el dolor.

—Mejor mátame —dijo, muy serio—, porque si te vas, lo hago yo. Te lo juro, Edén, me mato. Así que hazlo tú de una vez.

¿Cuántas veces me lo había dicho ya? ¿Y yo? Me pregunté si era una de esas ocasiones en las que él fingiría que sí iba a hacerlo y yo que en serio, en serio le creía. Y aunque ambos sabíamos que no, yo me quedaría a contenerlo, y después de un rato de llanto y maldiciones y promesas y "esto no volverá a pasar" cogeríamos como si fuese el último acostón de nuestras vidas para ̶r̶e̶c̶a̶e̶r̶ renacer tan pronto saliera el sol. O, por el contrario, una de esas en las que iba a dejarlo y esfumarme tres días por el puro placer de torturarlo.

La decisión resultó obvia, la tomé muy rápido.

Volví a coquetear con el acelerador, a acariciar la fantasía de sentir las ruedas del auto romperle las costillas. No titubeó. Sus ojos negros, todavía fijos en los míos, no miraron al costado por un segundo. Si a él le ponía mi miedo, a mí esa era una de las cosas que más me gustaban de él: su ceguera ante el peligro, y más cuando se trataba de mí. Su necesidad eterna, pulsante, por provocarme. Por tirar de mí no solo por ver hasta dónde era capaz de llegar, sino por el gusto de sentir el azote que venía luego de tocar el límite, que cada día alcanzaba nuevos horizontes.

Se trepó en el capó así nada más: primero las manos, luego las rodillas. Se arrastró hasta colocar las palmas pálidas sobre el parabrisas. Estaba más guapo y aterrador que nunca; con ello, en otras circunstancias, habría sido capaz de seducirme a la quietud. Sin embargo, aún me sangraba la boca y su cuerpo no podía aplacar la furia. No esa noche.

—Apaga el carro, volvamos a casa.

Aceleré.

Todavía soy capaz de recordar la expresión en su rostro un instante antes de que su cuerpo, sin remedio, rodase por el capó hasta caer a un costado directo al asfalto frente a la casa. No lo atropellé, pero tampoco me detuve a cerciorarme de que todo estuviese bien, o si se retorcía en el suelo a causa de un mal golpe. Si había rabia en sus ojos por la humillación.

¿Recuerdas eso, Paul? Esa noche dejaste como quinientos mensajes de voz en la contestadora. Pasaban del odio al arrepentimiento a la dulzura a la confusión a la amenaza sin escalas.

La semana siguiente, a pesar de lo complicado que resultó no solo conseguir a alguien que estuviese dispuesto a hacerlo, sino que nadie fuera de las diez personas presentes se enterara, nos casamos. ¿También te acuerdas de eso? ¿O sigue siendo para ti como un sueño de heroína en medio de la noche? ¿O un golpe que con el sol no recuerdas haber dado con tanta saña?

 ¿También te acuerdas de eso? ¿O sigue siendo para ti como un sueño de heroína en medio de la noche? ¿O un golpe que con el sol no recuerdas haber dado con tanta saña?

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Todavía bajo tus piesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora