"En el desierto de la soledad, el corazón susurra lamentos que el viento se lleva sin escuchar."
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La vida continuó su curso monótono, cada mañana me despertaba con la sensación de que el techo de mi habitación se cerraba un poquito más, como si el mundo estuviera intentando aplastarme. Los dibujos de mariposas en mi cuaderno se volvían cada vez más desgastados por mis dedos temblorosos, como si la vida misma estuviera desdibujando mis sueños. La idea de la terapia con caballos se me antojaba tan absurda que no podía siquiera imaginármela, como si fuera un cuento de hadas que no tenía nada que ver con mi realidad. Sin embargo, la insistencia de mi mamá y la paciencia de la doctora Juliette me empujaron a darle una oportunidad.
Lo odié.
Cada mañana que me levantaba a enfrentar el sol abrasador, cada paso que daba por la alfombra suave que me separaba de la ventana, cada respiración que tomaba que llenaba mis pulmones con aire que no quería. Todo me odiaba. El espejo me miraba, reflejando mi rostro sin vida, mis ojos vacíos, como si estuviera mirando a un fantasma. Si algo había notado es que los huesos de mi cuerpo se asomaban cada vez más, mis costillas se veían a la distancia y mi piel se tornaba cada día más pálida, como si la vida misma estuviera abandonando mi cuerpo.
Mi mamá se aseguraba de que comía, que me tomara mis pastillas, que asistieran mis terapias. Su preocupación me ahogaba, como si estuviera intentando ahogarme en su amor. Ella no podía entender que la vida que ella veía, no era la que yo sentía, que la felicidad que ella pretendía que yo viera era una ilusión. Me sentía prisionera en este ciclo sin salida, un laberinto de dolor que no tenía fin.
Mi papá era igual o hasta más estricto. Cada noche, me sentaba a cenar con mis padres, fingiéndome interesada en la conversación, en la comida que me servían. Su preocupación era palpable, la tensión se sentía en cada mordisco que daba, como si estuviera masticando mi propia desesperación. Nunca podía ser yo, la hija que ellos querían. La que se reía, que disfrutaba, que vivía. Simplemente no podía serlo, mi hermano sí, él era el que brillaba en la sala, el que hacía que mi papá sonriera, el que llenaba la habitación con su presencia.
Bueno, al menos uno de los dos lo intentaba.
Dejé la equitación a las dos semanas. No sentía nada, solo me aburría. Los caballos me miraban con ojos vacíos, como si ellos también estuvieran atrapados en un ciclo de desesperación. No, no era lo mío. Sus movimientos me resultaron incómodos, sus olores desagradables. El verde del pasto me daba nauseas y la tierra se sentía lejana, indiferente a mi presencia, como si estuviera rechazando mi dolor.
Nuevamente me encontraba ya sin saber qué más hacer. La terapia de equitación había sido un fracaso, un nuevo golpe a mi ya frágil autoestima. Sentía que el aire se escapaba de mis pulmones, que la vida me abandonaba lentamente, como si estuviera ahogándome en un mar de desesperación.
Creo que fue gracias a eso que los ataques de ansiedad empeoraron. La noche era mi refugio, mi amigo y mi torturador. El silencio era el peor sonido, y mi mente no paraba de correr, de crear historias, de pensar en la nada. Un ciclo sin sentido que me consumía cada minuto que pasaba, como si estuviera atrapada en un bucle infinito de sufrimiento.
Maldita ansiedad.
Mis manos se apretaban en la almohada, la respiración agitada, mi corazón latiendo a mil por hora. El silencio de la noche era mi peor pesadilla. Sentía que el mudo testigo de mis pensamientos me ahogaba, como si estuviera atrapada en un pozo sin fondo.
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El Jardín de las Almas Perdidas
Teen FictionEn el vasto lienzo de la vida, cada uno de nosotros es una pincelada única, una combinación de colores y texturas que dan forma a nuestra existencia. Como una mariposa que emerge de su crisálida, buscamos la belleza y la transformación en los lugare...