Capítulo 3:La Ascensión del Elegido

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El día decisivo había llegado. Tras semanas de intensos combates y desafíos, el torneo entre los dioses del Olimpo había reducido a los contendientes a solo dos: Atenea, representante de los dioses antiguos, y Hermes, el campeón de los jóvenes. Ambos se habían ganado su lugar con astucia, poder y perseverancia, superando a dioses tan antiguos como Hades y tan ágiles como Apolo. Ahora, el destino del Olimpo pendía de un hilo.

El campo de batalla final no era como las arenas anteriores. En lugar de paisajes exóticos o peligrosos, esta vez la pelea tendría lugar en el corazón mismo del Olimpo: el templo sagrado de Zeus, un vasto espacio en la cima del monte, donde cada columna parecía estar hecha de estrellas y cada rincón brillaba con la energía de los dioses. Aquí, los pilares del Olimpo, que sostenían el universo mismo, servirían como testigos de la batalla que decidiría el futuro de todos los dioses.

Zeus se mantenía erguido en su trono, observando con atención a los dos finalistas. A su lado, Hera, Hades, Poseidón y los demás dioses observaban en silencio. Había expectación en el aire. Aunque los viejos dioses siempre habían creído en su superioridad, el progreso de los jóvenes había demostrado que no debían ser subestimados. Zeus, el dios del trueno, que ahora se preparaba para ceder su puesto, mantenía una expresión neutral, aunque en su mirada se adivinaba un profundo respeto por los que habían llegado tan lejos.

—Hoy —dijo Zeus, su voz resonando como un trueno que sacudía la sala—, Atenea y Hermes se enfrentarán en la última prueba. No solo la fuerza física decidirá al ganador, sino también la astucia, la sabiduría y la capacidad para liderar. El vencedor se convertirá en el nuevo gobernante del Olimpo.

Con un simple gesto de su mano, Zeus señaló el centro de la sala. Inmediatamente, las columnas que rodeaban el templo comenzaron a transformarse, expandiéndose hacia arriba y formando un vasto laberinto de caminos y escaleras. Era una prueba de poder y mente, diseñada por los mismos dioses para desafiarlos en todos los aspectos.

Hermes, el dios de la velocidad, dio un paso adelante, sus sandalias aladas brillando con una energía divina. Sabía que su rapidez le daba una ventaja crucial en cualquier terreno, pero también entendía que Atenea no era una oponente que pudiera subestimarse. Ella, la diosa de la sabiduría, lo había demostrado una y otra vez durante el torneo, superando no solo a sus rivales físicamente, sino también mentalmente.

Atenea, con su lanza y su escudo, se preparó para el desafío. No confiaba en la velocidad como Hermes, pero su astucia y capacidad para leer a sus oponentes la habían llevado hasta aquí. Observó el laberinto que se formaba a su alrededor y comprendió que la prueba no sería una simple carrera o un combate directo. Tendría que usar tanto su mente como su fuerza.

Zeus dio la señal, y la batalla comenzó.

Hermes, fiel a su naturaleza, fue el primero en moverse. Desapareció en un destello de luz, recorriendo el laberinto con una velocidad vertiginosa, buscando un camino hacia la victoria. Atenea, en cambio, avanzó con cautela, analizando cada giro y cada obstáculo, esperando el momento adecuado para atacar. Sabía que no podía igualar la velocidad de Hermes, pero también entendía que la velocidad, sin control, podía llevar a errores fatales.

A medida que Hermes corría por los pasillos del laberinto, se dio cuenta de que este no era un simple entramado de caminos. Cada tramo estaba lleno de trampas y desafíos mentales. En una sección, el suelo comenzó a desmoronarse bajo sus pies, pero con un rápido movimiento, evitó la caída mortal. En otra parte, espejos encantados distorsionaban su visión, haciéndole dudar de la dirección correcta. Sin embargo, su velocidad le permitió sortear cada trampa, confiando en su agilidad.

Atenea, por otro lado, se enfrentó a los mismos desafíos de manera diferente. En lugar de intentar superar las trampas con rapidez, las desarmó una por una, utilizando su conocimiento para encontrar la forma de neutralizar cada obstáculo. En un tramo, descubrió que una serie de símbolos antiguos grabados en la pared escondían un patrón que desactivaba una trampa de flechas. En otro, usó su escudo para reflejar la luz de los espejos encantados, revelando el camino verdadero.

Ambos dioses avanzaban por el laberinto, cada uno con su propio estilo, hasta que finalmente llegaron al corazón de la prueba: una sala amplia con un pedestal en el centro. Sobre el pedestal, un orbe dorado flotaba en el aire, irradiando un poder indescriptible. Este orbe representaba la sabiduría y el poder combinados, el trofeo que otorgaría el liderazgo del Olimpo.

Hermes fue el primero en llegar. Sin perder tiempo, se lanzó hacia el orbe, confiado en que su velocidad lo llevaría a la victoria. Sin embargo, justo antes de tocarlo, fue detenido por una barrera invisible, una fuerza que lo repelió con violencia y lo hizo retroceder. Atenea, quien llegó solo unos segundos después, observó con calma.

—No es tan simple como la velocidad, Hermes —dijo Atenea con voz serena.

Hermes, frustrado, intentó de nuevo, pero la barrera seguía impidiendo su avance. Entonces, Atenea se acercó al pedestal, pero en lugar de intentar tocar el orbe directamente, se detuvo a observar las inscripciones que rodeaban el pedestal. Con sus dedos trazó los símbolos grabados en la piedra y, tras unos segundos de reflexión, pronunció unas palabras en un idioma olvidado, uno que solo los más antiguos dioses comprendían.

La barrera que protegía el orbe desapareció, y Atenea, sin prisa, tomó el objeto en sus manos.

Hermes, desconcertado, la observó en silencio. Comprendió que la prueba no solo se trataba de velocidad o fuerza, sino de sabiduría, algo que Atenea había demostrado con creces. Aunque él era el más rápido, Atenea había superado el desafío final con inteligencia, el valor más preciado por los antiguos dioses.

Zeus se levantó de su trono, su expresión impenetrable. Pero en sus ojos brillaba una mezcla de orgullo y reconocimiento.

—Atenea —dijo con voz solemne—, has demostrado ser digna de liderar el Olimpo. No solo posees la fuerza, sino también la sabiduría necesaria para guiar a los dioses y proteger a los mortales.

Atenea inclinó la cabeza en señal de respeto. Hermes, aunque derrotado, esbozó una leve sonrisa. Sabía que había dado todo de sí, pero también reconocía la grandeza de su oponente.

—Acepto mi derrota —dijo Hermes con humildad—. El Olimpo está en buenas manos.

Con esas palabras, el torneo concluyó. Atenea ascendió al trono, convirtiéndose en la nueva líder del Olimpo. Bajo su reinado, el Olimpo prosperaría, guiado no solo por el poder, sino también por la sabiduría y la justicia, asegurando un nuevo equilibrio entre los dioses.

El Olimpo había encontrado a su nuevo gobernante, y bajo el liderazgo de Atenea, se preparaba para una nueva era de paz y orden.

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⏰ Última actualización: Oct 22 ⏰

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