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Verano de 2018

La realidad no se limita a las cosas que se pueden ver.
Haruki Murakami

4.

—Espera, no... no te vayas, por favor.

Fina Valero apoyó su mano sobre el marco de la puerta y se mantuvo allí, estoica, como si de repente en sus pies hubiera unos pesos que no la dejaran avanzar. Aquella voz tan particular había puesto todo su vello de punta y de repente sintió su boca seca, ávida de encontrar a la destinataria de aquellas palabras.

Marta De La Reina podría ser una actriz famosa de los años sesenta. A sus veinticuatro años, su figura estilizada hacía de ella toda una mujer, a pesar de la juventud: parecía mayor de lo que era y eso, desde luego, no era porque estuviera desmejorada. Era como si llevara ya, por lo menos, seis años en su peak. Serafina Valero, que la conocía desde hacía varios años —toda la vida, practicamente— la había admirado desde lejos, siempre, desde bien niña. Su padre le solía decir que si de mayor tenía que parecerse a uno de los hermanos De La Reina, la elegida tenía que ser ella.

Nunca se imaginó que la tutearía. Pocas veces habían pasado de un escueto 'qué tal' y, aunque lo cierto era que Marta sí que tenía cierta relación con su padre, Fina siempre había sido 'la hija de'.

Hablando de su padre... antes de que Marta se dirigiera a ella, acababa de tener una discusión con él y se sentía un poco confundida. No entendía la naturaleza de lo que acababa de suceder, ¿desde cuando ella había puesto cualquier tipo de pega al hecho de tener que vivir en la finca de los De La Reina? Su padre, de todos modos, parecía contrariado: había expresado con contundencia, en aquella cocina, que no le parecía bien estar robándole la adolescencia a su hija. Las normas en Villa De La Reina eran bastante estrictas, aquello era cierto: mientras los compañeros de instituto de Fina se autodescubrían y experimentaban con las causalidades propias de la adolescencia, ella no. Ella tenía que estar a las diez de la noche como muy tarde en la Villa porque sino Digna, la señora que 'se encargaba' de aquella enorme casa, no abriría las puertas.

Isidro pensaba que aquello no era justo; ya llevaba un tiempo dándole vueltas —desde que Fina ingresó en el instituto, vaya. Don Damián había insistido tanto en que aquella niña merecía la oportunidad de tener la mejor de las educaciones, que no le quedó más remedio que aceptar la ayuda de la familia De La Reina e inscribir a la pequeña en un instituto concertado de alto nivel. Su adolescencia hubiera sido caótica si no fuera porque, en cuanto entró al instituto, Andrés De La Reina estaba cursando primero de Bachillerato y durante aquellos dos años se encargó personalmente de que nadie rozara ni un pelo de Fina, a la que consideraba como parte de su familia.

Era cierto que Fina, a veces, anhelaba algunas cosas el estilo de vida que llevaban sus compañeros: a medida que fue creciendo, sobre todo al llegar a Bachillerato, veía cómo algunos grupos de chicos quedaban los viernes y sábados por la noche ya fuera para tomar algo, para salir de fiesta a los dos o tres sitios en los que les estaba permitido entrar... y ella, a veces, había salido con algunas compañeras los sábados por la tarde, pero no era lo mismo y a las nueve siempre se tenía que marchar. Aún así, a ella le gustaba realmente la villa: su padre siempre había trabajado para los De La Reina y aquella era su realidad. ¿Que si se sentía antigua por vivir en la finca de otra familia? Bueno, al final su madre falleció cuando Fina todavía era pequeña e Isidro consideró que lo mejor para ella sería, dado que él no podía dejar de trabajar, aceptar la oferta que Damián De La Reina le había puesto encima de la mesa: un techo para ambos. En la primera planta de la villa, en la misma en la que vivían Digna y otros empleados de la casa, pero allí de todos modos.

buena suerte, cariño // mafinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora