La Diosa Ilumirus

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—¿De dónde vienes es costumbre retirarse, antes que el anfitrión?

El hombre retomó nuevamente su tono neutral e indiferente, como si lo anterior no fuera más que una ilusión producto de su imaginación.

Enith apretó las manos en los pliegues de su vestido y caminó a la silla donde se había sentado. El hombre vio los labios de Enith apretados en una sola línea y las cejas ligeramente fruncías y dijo.

—Estás mucho más expresiva que ayer, ¿te desagrada la idea de compartir la mesa conmigo?

Enith meneó la cabeza de inmediato; sin embargo, en su mente había otra respuesta a esa pregunta.

Claro que le desagradaba la idea. En toda la cena tuvo que tener cuidado en su forma de recoger los cubiertos, en cómo se llevaba los alimentos a la boca y en cómo limpiaba la comisura de sus labios. Eso sin contar la postura recta que tuvo que mantener todo el tiempo.

Estaba muy tentada a decírselo, pero pensando que él era dueño de este lugar y que ella solo un huésped, pensó que sería descortés hacerselo saber. Por lo tanto, inteligentemente se lo guardó para sí misma y fingió estar tranquila. A pesar de ello su comportamiento fue un poco sobrenatural lo que le saco una sonrisa el hombre, esta fue grave y un poco baja, lo más sorprendente fue que su sonrisa resto la frialdad que jamás había abandonado su rostro desde que lo conoció.

No fue solo Enith quien se quedó anonadada, todos los sirvientes se quedaron en sus lugares frotándose los ojos creyendo haber visto mal. Enith salió de su sorpresa y retrocedió unos pasos más llegando a la conclusión de que efectivamente este tipo era peligroso. Su reacción no pasó desapercibida para el hombre, a quien le pareció muy interesante de ver.

—Mi nombre es Calixto Turmalion. Será mejor que lo recuerdes. —dijo acercándose más a ella. Enith casi podía jurar que el profundo olor terroso del sándalo la envolvía.

—¿También suelen dejar a las personas con la mano extendida? —Su pregunta trajo de vuelta su mente a la realidad.

Miró la mano extendida frente a ella. Tenía largos dedos bien definidos, pero aun así conservaban cierta suavidad natural, debido al tono pálido de su piel.

Enith extendió su pequeña mano y la sostuvo. El tacto era frío, lo que la tomó por sorpresa al principio, pero el toque no era desagradable; por el contrario, esa frialdad transmitía una calma casi etérea, como si esas manos frías escondieran un pasado lleno de silencios profundos y secretos nunca confesados.

—Almorzaremos todos los días.

Enith retiró su mano, sintiéndose un poco perdida. Asistió con cabeza, haciéndole conocer que entendía.

—Posiblemente cenaremos algunas veces. —Volvió a decir Calixto, observando cada una de sus reacciones.

Enith volvió a asistir, tratando de ocultar su inconformidad.

—Quizá algunos desayunos también.

Enith se obligó a asistir nuevamente. Pero esta vez no pudo evitar mover ligeramente la esquina de sus labios.

—Por lo tanto, puede suceder en cualquier momento. —hizo una pausa y miró a Enith de forma escrutadora, igual que lo hacía su abuela. —Así que es mejor que estés preparada.

La última iba dirigida obviamente a su apariencia. Jamás había tenido problema al ser mirada de manera despectiva. No le importaba, pues ella no vivía de los comentarios de la gente. Se decía a sí misma que no vino al mundo para cumplir con las expectativas de todos.

Pero en este momento, frente a este hombre, todas esas palabras le parecieron una broma. Era claro que su apariencia actual no era digna de ningún aplauso. Y el hechizo que habían puesto en ella el día anterior se desvaneció, al igual que lo hizo ella en aquel lago. Un sentimiento de vergüenza la invadió y evitó volver a ver al hombre.

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