Imbécil

2 0 0
                                    

Querido destinatario,

En este último altar que construyo para ti, me encuentro ofrendando las cenizas de lo que alguna vez creí sagrado. Mis palabras se elevan como oraciones al viento, con la esperanza de que, aunque no las escuches, su eco resuene en algún rincón de tu alma. He aprendido que la fe puede ser un castigo tanto como una bendición, y la mía, por ti, fue la cadena que forjé con mis propias manos, convencido de que algún día tú vendrías a liberarme. Pero en esta penitencia me he dado cuenta de la verdad, tú no eras quien traía la llave, y yo, con mis cadenas, fui el único prisionero.

Cometí un error, una más entre muchos, lo sé, al pensar que te habías decidido por entregar tu corazón. Fue un delirio, un reflejo de mis propios miedos. Pero no me arrepiento de habértelo dicho, porque sé que en el fondo mis palabras, aunque precipitadas, contenían una verdad amarga. He sido dejado con el amor en las manos, como un mártir que sostiene la cruz, pero sin la esperanza de redención. Un acto de fe que no te importó recibir ni deshacer. Tus labios, que fueron alguna vez el cáliz más sagrado, se cerraron para siempre a la devoción que quise ofrecerte. Y yo, ciego de fe, fui incapaz de ver que no te importaba-o que, si te importaba, no era suficiente para cambiar el curso de las estrellas. Mi único destino es aprender a superarte, aunque todavía me cuesta hacerlo. (Por eso me encuentro escribiendo hoy, tan tarde y tan temprano)

No me sorprende que nunca hayas considerado este amor digno de tus atenciones. Incluso cuando lo negabas, siempre fue evidente que yo no era la luz alumbrando tu camino. No creo haber sido tu aliado más cercano, al menos no cuando podías escoger, cuando había más gente apreciada. Mis plegarias fueron poco más que un eco en tu templo, una presencia periférica en el altar de tus preocupaciones. Ahora, incluso me pregunto si hoy soy digno de ser llamado tu amigo o soy una mera costumbre que has ido perdiendo. ¿Cuántas veces nos sentamos juntos, mientras yo te miraba como un creyente contempla la imagen de un santo, y tú desviabas la mirada hacia horizontes donde yo nunca podría alcanzar? ¿Qué clase de amistad se construye sobre silencios que duelen, sobre ausencias que pesan más que cualquier palabra? Ahora lo admito, que siempre lo he visto, fui un amante tras la máscara de un amigo, un devoto esperando un altar que nunca existió. Esa verdad me quema las entrañas.

Eres un cobarde, como lo fui yo. Porque, al igual que yo, nunca tuviste el coraje de enfrentarte a la verdad de este amor. Nunca fuiste capaz de decirme a la cara que me mentiste, nunca me amaste de esa forma y nunca dejaste que me enterara por ti, jamás me admitiste que tu indiferencia era más que un descuido pasajero, que había una distancia que nunca podría acortar, no importa cuán fervientemente deseara hacerlo. En cambio, me dejaste en la incertidumbre, dejando que mis ilusiones florecieran en el campo de Perséfone, sabiendo que tarde o temprano el invierno vendría a marchitarlas. Y que yo, no sería capaz de reclamarlas, por necio, por devoto, por cobarde, por idiota. Fui un iluso al pensar que podria conservar tu amistad sin seguir sangrando por dentro. Un ridículo desesperado que se empeña en desgarrar su alma en cartas y confesiones que han sido hechas para no ser nunca entregadas a ti, porque en su momento, no pudo hablar las cosas y mantener una buena amistad.

¿Cómo pude ser tan ciego, tan ingenuo, para no darme cuenta de lo fácil que cambias tus afectos, de cómo un día alguien era el centro de tu universo y al siguiente, lo dejabas ir sin mirar atrás? Detesto tu forma de ser, esa indecisión que arrastra a quienes se atreven a amarte. Y, sin embargo, no puedo odiarte por completo, porque no eres un monstruo, no eres un villano. Porque sigues siendo, aun ahora, alguien que vale la pena tener cerca.
Por eso he luchado tanto, contra mí mismo y contra este amor que se niega a morir, porque temía perder también la amistad que se escondía entre las sombras de lo que sentí por ti. Y quizás, en el fondo, porque temía perder la parte de ti que todavía me hacía sentir especial, aunque sé que ya no la tengo.

Eres divertido, eres compasivo, eres lindo en ser quien eres, eres todo lo que podría enamorar a alguien. Y eso me duele más, porque sé que en algún rincón de mi ser, esa parte tuya es lo que me aferra a la esperanza, lo que me impide soltarte de una vez por todas.

Eres un imbécil, pero realmente no lo eres. No del todo, porque en ti hay una bondad que no puedo ignorar, una ternura que me hace odiarte aún más. Un Apolo, dorado y radiante, pero tan distante que uno no puede hacer más que arder al tratar de alcanzarte. Y yo, como un Ícaro estúpido, extendí mis alas hechas de palabras y sueños, pensando que tal vez, solo tal vez, tu luz me acogería en lugar de quemarme. Pero siempre supiste que mis alas no estaban destinadas a volar tan alto, y en tu silencio, me dejaste caer.

Me enfurece la manera en que nunca te esforzaste por buscarme, como si las cartas que te escribí y nunca entregué fueran las únicas pruebas de este amor que, en el fondo, siempre supiste que existía. Cobardía o desinterés, no se cual habrá sido peor, saber que yo no era suficiente o saber que no valia la pena. Y aún así, te recibí. Fui tan idiota al permitir que volvieras a ser parte de mi vida, incluso después de haberme roto el corazón de forma tan brutal. Te recibí con los brazos abiertos, como un templo que abre sus puertas al amanecer, aunque sabía que no ibas a quedarte. ¿Y para qué? Te has olvidado del daño, ha sido borrado del mármol de tu memoria. Pero, qué ironía, porque tú no eres realmente estúpido, ¿verdad?

Yo habría hecho cualquier cosa por ti, habría bajado a los mismos infiernos si eso hubiera significado verte, hablarle todo y sentir tu aprecio. Pero sé que tú no habrías hecho lo mismo por mí, al menos no con la devoción que yo te ofrecía. Y, a pesar de todo, sigo aferrado a la esperanza absurda de que algún día te importará.

Pero esta carta, esta última ofrenda, es también una despedida. Porque, al fin y al cabo, no te mereces mis palabras, que bien te has ganado, no es por falta de amor, sino porque no mereces saber que has sido amado de la forma que te amé. Quiero que esta sea la última vez que mis palabras te alcancen. Y te entrego estas palabras con el mismo fervor que las anteriores. Sin embargo, esta vez hay algo distinto. Esta vez te perdono. No porque hayas pedido perdón, porque sé que probablemente nunca lo harás (curioso, ¿no?). Pero no importa. Te perdono, aunque mi corazón siga latiendo con una adoración que se debilita cada día, como el fuego de una vela que se consume hasta ser solo un hilo de humo. Te perdono, porque he aprendido que el rencor es solo otra forma de aferrarse a lo que ya debería dejar ir.

Dices que no es tu culpa, y tal vez tengas razón. Pero aún así, el peso de tu indiferencia se siente suspendido sobre mí, recordándome lo que podría haber sido si tan solo hubieras sentido lo mismo.

No sé si alguna vez comprenderás lo que significaste para mí. No espero que lo hagas. Solo sé que algún día, pronto, dejaré de amarte. Porque cada amanecer que pasa, mi corazón se siente más liviano, como si los dioses finalmente se apiadaran de mí y comenzaran a romper las cadenas que yo mismo me impuse. Ya no siento el nudo en el pecho cuando escucho tu nombre, ya no he llorado al verte vivir tan plenamentesin mí, ya no espero que el timbre de mi puerta traiga una disculpa que sé que nunca llegará.

Lamento haber sido un cobarde, como tú (aunque puede que más), al nunca atreverme a hablarte con sinceridad y buscar una amistad que pudiera sobrevivir al peso de mi amor no correspondido. Me alejé de quienes una vez quise, por miedo a que supieran que eras el epicentro de mi mundo. Y ahora lamento haberte hecho saber más de una vez que te amaba, como si necesitara escucharte repetir lo que ya sabía, de verdad lamento haberte asfixiado con mis sentimientos, con mis constantes confesiones, haciéndote repetir una y otra vez que tu amor no era mutuo, como si quisiera cambiar tu respuesta con mi insistencia. Nunca seré capaz de entregarte estas cartas (al menos mientras viva), aunque quizás tú no las querrías de todos modos. Lamento muchas cosas.

Quizás, si alguna vez nos olvidamos el uno del otro y lo que hemos llamado amistad, quede enterrado sin recuerdo de donde, temo que sea porque este amor se habrá disipado y con él, cualquier lazo que pudiera habernos unido (aunque añoro fuertementeque este amor se disipe). Y aunque mi alma llora ante la idea de perderte por completo, sé que es lo mejor. Porque, al final del día, merezco una libertad que tú nunca podrías darme, y tú mereces ser amado por alguien que no deba fingir que su corazón no se rompe cada vez que te mira. Espero sinceramente que esta sea mi última despedida.
Adiós, R.



Con una última devoción, aunque más débil que antes,

Dorian C.

Las cartas de un cobarde.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora