SANGRE DE DRAGÓN | DAEGON

XIII

Daemon

La ciudad de Desembarco del Rey se extendía ante él, su entramado de calles y torres reflejando una calidez que él había echado de menos de manera retorcida y contradictoria. A pesar de sus constantes conspiraciones y de la gente malintencionada que rondaba por los intrincados caminos del castillo, había algo en esta ciudad que le proporcionaba una calma inusitada, como si en medio del tumulto encontrara un refugio que le permitía respirar con más facilidad.

Los días de la Corte, con sus maquinaciones y juegos de poder, habían comenzado a adquirir una nueva rutina para él. La carga de responsabilidad se había vuelto más ligera, un contraste palpable con la tensión que había caracterizado sus días desde la política de Alicent lo había convertido en una pieza de su tablero. Aunque Daemon no podía negar que había aceptado esa posición con cierto grado de satisfacción, no podía evitar que una parte de él se sintiera enredada en un mar de contradicciones.

De manera irónica, Daemon encontró un extraño placer en su nuevo rol. Aunque a menudo se decía a sí mismo que carecía de moral, había una parte de él que apreciaba ser una pieza clave en una jugada tan monumental como la usurpación del trono de su hermano. Era una contradicción que le resultaba difícil de reconciliar. Aceptar su papel en el gran esquema de la política del reino, y hacerlo con un grado de entusiasmo, iba en contra de todo lo que él había aprendido sobre la familia y el legado. Pero, al mismo tiempo, era parte de un juego mucho mayor, un juego que no podía permitirse perder.

Confiaba en que Alicent estaba haciendo todo lo posible para cumplir con sus deberes, y él, por su parte, se esforzaba por no causar problemas innecesarios para ella. Sus días de rebeldía y desafíos abiertos habían quedado atrás. Cada día que pasaba, su respeto por Alicent crecía, no solo por su habilidad política, sino por la forma en que manejaba la compleja red de lealtades y traiciones que marcaba su entorno.

Retomar sus antiguas rutinas le había brindado un alivio inesperado. La familiaridad de esos rituales cotidianos, que habían sido interrumpidos por los juegos de poder y las intrigas, ofrecía un sentido de normalidad y estabilidad. Aunque Daemon había sido siempre un hombre inquieto, encontraba consuelo en la tranquilidad de esos momentos, y su naturaleza activa le impulsaba a mantenerse ocupado para equilibrar su necesidad de paz con su deseo de actividad.

Cada mañana comenzaba en el campo de entrenamiento del castillo. Allí, el acero chocaba con acero y los gritos de los soldados creaban una sinfonía de esfuerzo y disciplina. Daemon se dedicaba a perfeccionar sus habilidades con la espada, disfrutando del desafío físico y mental que le ofrecía el entrenamiento. La actividad le mantenía centrado y le recordaba un tiempo en el que la vida era más simple, con enemigos visibles y batallas que se libraban con armas en lugar de intrigas y maniobras políticas.

Después del mediodía, se dirigía a las reuniones del consejo. Durante dos horas, Daemon se sumergía en las discusiones y decisiones que moldeaban el destino del reino. Aunque a veces se sentía como un observador más que un participante activo, valoraba esos momentos. Su relación con su hermano Viserys, marcada por altibajos, había encontrado un punto de reconciliación. Las reuniones privadas entre ellos se veían acompañadas de copas de vino. Las risas y los recuerdos de viejos tiempos se mezclaban con los asuntos del reino, creando una atmósfera de camaradería que le resultaba reconfortante.

El resto de la tarde lo pasaba vagando por la fortaleza, explorando sus pasillos y patios con una mezcla de nostalgia y curiosidad. Cada rincón del castillo parecía contar una historia, y Daemon se encontraba a menudo absorto en sus pensamientos mientras recorría los lugares que le eran familiares. La fortaleza, aunque a veces opresiva, también ofrecía un refugio y un sentido de pertenencia que le era indispensable.