Prólogo

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"No te vayas, Marta", murmuró viéndome a los ojos y sentí que el verde que desprendían los suyos me bañó por completo, como una ola que me recorrió el cuerpo haciéndome temblar. Se me cerró la garganta y simplemente no pude responder. ¿Cómo explicarle que no la dejaría nunca? No así, sintiéndola tiritar por la fiebre, sintiéndola tan vulnerable, tan pequeñita en mis brazos, mientras me pedía que la sujete más fuerte. No la dejaría cuando tenerla abrazada, incluso en esas condiciones, me daba una sensación de permanencia desconocida para mí.

Fina se pegó, colocando su cabeza en mi pecho, enredando nuestras piernas, hasta perder por completo el límite de su cuerpo y el mío.  No puedo negar la electricidad que subió desde mis pies hasta mi entrepierna al sentirla hundir su rostro contra mi pecho en busca de mi calor. Me atravesó como una flecha sentir como encajaba en mi cadera su sexo haciendo ligera presión.

No era la primera vez que compartíamos la cama, pero todo había cambiado desde la última vez, desde que éramos unas niñas que se quedaban dormidas, o que fingían que lo hacían, después de jugar o de ver TV para no las separen. Todo había cambiado, ya no éramos esas niñas, ni amigas ni confidentes. Ya no estábamos acostumbradas a las caricias, a los roces o al olor de nuestras pieles. Todo me resultaba nuevo y extrañamente excitante.

Me pegué aún más contra su cuerpo, brindándole mi calor, mi supuesta calma. Ella ardía en fiebre; su cuerpo estaba agotado, así que se durmió en seguida y yo con ella.

Los días pasaban, la pandemia no; estaba estática, inerte como los cuerpos que dejaba a su paso.

Se empezó a sentir enferma la tercera semana que estuvo aquí. Fina había pasado los primeros días de la inmovilización en la pequeña habitación de huéspedes que alquilaba una pareja joven con dos niños pequeños. La convivencia había sido difícil, incluso sin el encierro obligatorio. La pareja tenía una bebé de siete meses y un pequeño de cinco años. Estaban nerviosos por el virus, los posibles contagios y Fina no había sido la más responsable; lo había reconocido. No sin antes decir que todo le parecía exagerado, pues se había sentido acorralada en esa pequeña habitación.

"Yo soy una mujer de ciencias, Marta, la gente está muy noica. Es un virus, hay que cuidarnos, pero ¿desinfectar la ropa? ¿los zapatos, las bolsas?, ¡ni que lamiéramos el piso!" Me había dicho entre risas, negándose a quitarse la mascarilla, el día que llegó al departamento cargada de maletas, unos pastelitos que recordaba eran mis favoritos y esa bola de pelos llamada Azar, que fue motivo, al menos, de 50 discusiones.

Mi departamento es amplio, demasiado para mí. Durante los primeros días del encierro, como para la mayoría, para la mayoría como yo, sentí que vendrían vacaciones, unas vacaciones extrañas, tristes, pero vacaciones. No esas que organiza María, mi cuñada, y que están llenas de actividades: cenas, juegos y deportes de aventura ya programados para toda la familia, con cronometradas visitas a museos y teatros o conciertos para cerrar el atareado día.

Vacaciones donde mis hermanos pelean por demostrar quién es el mejor hijo. Hace muchos meses que me rendí en esa pelea. Una brecha enorme se había producido entre los dos las vacaciones pasadas, cuando me atreví a decirle a mi padre, Don Damián de la Reina, que el próximo año Jaime, mi marido, no nos acompañaría porque tenía mucho trabajo y no le compensaban las horas de vuelo, el cambio de horario, los largos viajes en tren para soportar la exhausta programación y luego empezar su viaje de retorno.

Mi padre no me creyó. Jaime hubiera viajado noche y día por verme, por besarme, por sentirme, ¿y yo? ¿Estaba dispuesta a soportar sus besos, sus frases de amor? ¿Dispuesta a soportar su exigencia, su urgencia, su necesidad?

"Jaime, cariño, siento que es egoísta de mi parte pedirte que participes con mi familia, que te metas en el apretado corsé de María. Mejor luego te alcanzo en otro lugar, en uno que elijamos tú y yo", eso le había dicho a mi ilusionado marido sabiendo que de antemano que ese viaje no llegaría. Él me veía con brillo en los ojos, soñándonos en imaginarias y largas noches de pasión, en alguna hermosa playa a la que dijimos que iríamos desde el inicio de nuestra relación, hace ya 11 años.

100 días. Mafin en cuarentenaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora