CAPÍTULO 1

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—Por aquí, Serafina.

—Fina —la corrijo—. Prefiero Fina.

La morena gafapasta de pelo ondulado me mira, en su expresión puedo leer «lo siento mucho», pero en realidad parece no importarle demasiado.

—Fina. —Rectifica—. Voy a presentarte a la que será... o es, tu jefa.

Mi estómago se pone del revés al escuchar esa palabra. Nunca he tenido una jefa. Bueno sí, la he tenido. Y jefes. Me refiero a una tan importante como la directora de una de las mejores perfumerías de Toledo. Perfumerías de la Reina, en activo desde antes de 1958. Casi nada. Por esta empresa han pasado miles y miles de trabajadores. Y no, mi sueño no era acabar aquí. Pero Isidro, mi padre, ha sido el chófer de los dueños de la fábrica desde siempre. Los de la Reina. Una familia bastante adinerada y conocida en Toledo. Estoy un poco por enchufe, no vamos a negarlo. A pesar de que mi padre se ha pasado la vida sirviéndoles, yo no tengo trato con ningún de la Reina, ni me acuerdo de sus caras. Solo he conocido un poco más a Damían, el padre de familia. De pequeña he estado en su casa varias veces, incluso he asistido a los cumpleaños de sus hijos; Andrés, Jesús y Marta. Pero una se hace mayor, y tiene que seguir su vida. Me fui a estudiar a Madrid, y perdí todo tipo de contacto. Si me hubieran dicho antes, que de nada me iba a servir eso de estudiar modelaje, me hubiera quedado en Toledo con mi padre.

La morena me ha explicado que es la secretaria. Me va hablando de las diferentes secciones en la fábrica. Señala con el dedo las puertas según vamos pasando, explicándome todo. Y yo, la verdad es que no le estoy prestando atención. Estoy embobada en sus caderas, que se contonean de manera perfecta dentro de esa falda de tubo ajustada. Tiene un paso firme sobre los tacones y va dejando un rastro de perfume que huele fenomenal. 

¿Será de la tienda? 

Me alegra y me decepciona a partes iguales estar aquí. Es una decepción, porque he fracasado en lo que quería y he tenido que volver con el rabo entre las piernas. He hecho sesiones de fotos, he prestado mi rostro para varias vallas publicitarias, he hecho algún que otro anuncio en el que a penas se me ve. Pero nada me ha servido. Cuando llevas meses sin que suene el teléfono, sabes que es el momento de abandonar. Y es una alegría, porque mis amigas de toda la vida trabajan en la tienda. Carmen y Claudia. Trabajar y pasar más tiempo con ellas es todo un regalo.

Mis ojos siguen centrados en la secretaria. No pueden apartarse de esa media melena ondulada que baila de un lado a otro. Es hipnótica. Mi cuerpo está rígido. Ya me puede decir lo que quiera, que no me importa lo más mínimo. Solo quiero llegar al destino y sentarme delante de la jefa de una vez.

¿Este pasillo es infinito o qué?

En mi cabeza todo va a ser como en las películas. Voy a llegar al despacho, ella estará sentada de espaldas a la puerta en un gran sillón de cuero, se girará a mi encuentro con un rostro serio y, tras cinco minutos de incómodo silencio, me mirará fingiendo que le importa mi presencia. 

Seguro que va a ser así; tenso, incómodo, doloroso.

—Por aquí se va a la cafetería. —La morena se gira sobre sus tacones para mirarme—. Te vendrá bien en los ratos libres. Un café, un bollo, lo que sea...

Mi boca dibuja media sonrisa que trato de ocultar, al escuchar la palabra «bollo».

—Gaspar es nuestro camarero estrella, lleva aquí muchos años. Y hace unos cafés de miedo —comenta. Me concentro en escucharla, ya que va hablando mientras me da la espalda y a penas la oígo. Pero escucho que dice: «La jefa solo quiere contar con los mejores».

¿Los mejores?

¿Y yo estoy entre ellos?

Definitivamente, he tenido que entrar aquí por mi padre, porque sino, no lo entiendo. ¿Cómo me han elegido por ser la mejor? Yo creo que no había más candidatas que optaran al puesto y se tuvieron que conformar conmigo. No he trabajado en una perfumería en mi vida. Y mi entrevista de trabajo fue un maldito desastre. La chica de recursos humanos me llamó un jueves, yo estaba en el gimnasio. Me dijo que si quería ir a la entrevista, tenía que ser sí o sí esa misma tarde, en una media hora. Tuve el tiempo justo para perfumarme en el vestuario, hacerme una cola de caballo y salir corriendo. Llegué echa un cristo; sudorosa, fatigada, sin maquillar, y con una camiseta en la que podía leerse: «No tengo el chichi pa' farolillos». Nada acorde para el puesto de trabajo. Salí de allí pensando que había sido la peor entrevista de mi vida. La chica me miraba todo el rato con una cara digna de foto. Me hacía las preguntas rápido, deseando que me fuera de allí. 

Y me pasaste túDonde viven las historias. Descúbrelo ahora