Capítulo IV:

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Templos profanados.

El intrincado mundo de la fama, el prestigio y el poder era un duro campo de batalla.
 
Tórlak lo tenía bien presente.
 
No solo libraba guerras intestinas en su empresa, que era una fachada para todo lo que hacía tras las sombras, y lo que le proveía de control sobre aliados y adversarios.
 
Su mente trabajaba día con día para idear las formas de mantener en alza el valor de las acciones de su emporio y adquirir nuevas propiedades en otros países.
 
Neverland era una mina.
Maldita, pero mina al fin y al cabo.
 
El día había trascurrido sin aspavientos; a Matthew no se le había ocurrido la brillante idea de escapar esa tarde y su esposa no había mencionado el incidente de la noche anterior.
 
Brianna acababa de llegar hacían solo unos minutos de sus clases de piano y él se mantenía sereno sentado tras su escritorio de mármol en la austeridad de su biblioteca.
 
Aquel era su santuario.
Un remanso de tranquilidad para su agitada alma.
 
A pesar de todo no había dejado la afición por los libros.
 
Aunque hacia años que no compraba uno.
 
Se deleitaba de cuando en cuando releyendo las historias que le cautivaron cuando joven.
Los cuentos de Poe y las letras escalofriantes de Quiroga eran algunos de sus favoritos.
 
También tenia tomos de ciencia, historia, religión… y un sinfín de títulos de renombre.
 
La luz plateada de la luna inundaba el recinto y él disfrutaba de la vista.
 
Se puso en pie y contempló la inmensidad de la luna llena.
Halló reproche en ella.
 
O era su propio reproche el que divisó en la luna.
Pero volvió a su tarea.
 
Como cada mes, redactó y leyó una vez más detenidamente la carta que le enviaría al padre Stephen.
 
Aquel hombre era el único acreedor de su confianza.
Con una lealtad forjada a fuego y sangre, el ya anciano párroco sabía como guardar un secreto.
 
A pesar de la confianza y los años de camaradería, Tórlak seguía refiriéndose hacia el hombre como “Su Santidad” o “Excelencia”.
 
Una pequeña forma de rememorar los días en los que era un chiquillo y buscaba refugio entre las paredes de la inmensa catedral que “su Excelencia el padre Stephen” presidía.
 
“Mi muy estimado Señor”. Así iniciaba la epístola.
 
Quiero agradecer por los años de silencio que ha sabido conferirle a los asuntos en los cuales he requerido su tan acertado consejo y ayuda.
 
Su excelencia, espero que Dios en su bondad, de la que tanto profesa usted, tenga a bien perdonar todos mis pecados.
 
Espero con ansias nuestro encuentro en el lugar de siempre.
 
Con profundo respeto.
 
Su amigo T. F.
 
 
 
El padre Stephen era el único que conocía los secretos de Tórlak, sus miedos y defectos más reprochables.
 
Aunque el párroco, de tez morena y cabellos veteados de algunos mechones grises, nunca le miró con desdén.
Sus ojos color bruno siempre le transmitían serenidad y aquella calidez de padre que Tórlak anhelaba desde niño.
 

***
 

Apenas despuntaba el alba y Stephen tenía en su regazo un libro a medio leer.
 
El grueso volumen describía las costumbres de pueblos antiguos.
Costumbres bárbaras.
 
Había llegado ya a la parte sobre sacrificios humanos dados a los dioses paganos.
Cuanta sangre se derramaba en aquella época.
Los padres daban a sus primogénitos en sacrificio a Moloc o a Baal.
Tubo que dejar la lectura debido al débil toque de unos nudillos al otro lado de la puerta.
 
Mykail, el monaguillo que le acompañaba en la abadía, le llamaba para hacerle entrega de la correspondencia del día.
 
Su piel era rosada y su rostro redondo, tenía los ojos en un tono verde muy peculiar, su cabello siempre estaba alborotado a pesar de las repetidas reprimendas que el padre Stephen le daba.
 
Ya iba vestido para la misa ceremonial.
Una túnica en tono marfil, con bordados dorados que le llegaba a los tobillos, por encima una estola de color rojo vino y sus zapatillas negras.
 
—Se- Señor —llamó él muchacho al otro lado— a llegado el correo. —Al parecer el cura era el único que se había quedado suspendido en el tiempo, ya nadie recibía correspondencia, él sí— bendiciones para usted.
 
Stephen se puso en pie y caminó con desdén hacia la puerta, pocas cosas lo irritaban, tener que dejar un libro a medio leer, era una de ellas, resopló por lo bajo y recobró la compostura.
 
Debía ser algo importante, sino Mykail no le hubiese interrumpido.
 
 —Buenos días su Excelencia, han llegado tres cartas el día de hoy —soltó el atolondrado monaguillo apenas se abrió la puerta sin siquiera  mirarlo a los ojos.
 
El muchacho miraba al suelo con la cabeza gacha en señal de reverencia, tenía los brazos extendidos para ofrecerle las cartas que sostenía con cuidado entre sus delicados dedos.
 
Stephen las tomó.
 
—Gracias muchacho —dijo sin más— bendiciones para ti.
 
—Me retiro padre —se despidió el muchacho con un suave beso sobre el anillo que el cura lucía en su mano derecha—.
 
Aquel anillo bañado en oro, era quizás la menor de las joyas del padre Stephen, pero sí la más valiosa.
Era el sello de su apostolado.
 
Ojeo con rapidez el remitente de cada carta, y era lo habitual.
 
El reporte de las misiones en aquellos pueblos sin nombre y una epístola enviada desde la iglesia central, casi siempre era la misma que recibían todos los obispos en los pueblos vecinos.
 
La última era sin embargo, más personal.
 
Cada mes recibía una.
 
No llevaba remitente, solo un sello que él reconocía con facilidad.
Un sello húmedo con la letra N.
 
Al leer el contenido de la epístola supo que debía organizar todo en la abadía, tendría que hacer aquel viaje nuevamente.
 
Casi había olvidado qué se sentía visitar la isla.
 
Alguien de renombre había muerto y debía oficiar la misa.
 
Vaya contradicción la de aquel lugar.
 
¡¡Rayos!!
 
Odiaba tener que participar de aquella aberración.
 
Pero había prometido ayudar a Tórlak y haría eso a costa de todo.
 

***

—…Escrito está: Mi casa es casa de oración, más vosotros la habéis hecho cueva de ladrones —citaba la escritura para complementar su homilía.
 
Pero la verdad era que no se lo decía a los feligreses, aquella porción bíblica era más para sí que para el auditorio.
 
Había profanado su vida.
 
—Queridos hermanos —se aclaró la garganta para explicar el pasaje— nuestro buen Jesús nos quiere enseñar acerca de la necesidad de proteger nuestro templo, nuestro hogar y nuestro cuerpo, el cual muchas veces tomamos para usos viles —aquella última frase, viniendo de él, le pareció un descaro de su parte.
 
Stephen había logrado escapar del horror que se vivía en Neverland, pero aunque  se había amparado tras el débil velo de la religión, aquello no había acabado del todo para él.
 
Ahora era quien expiaba la culpa de los torturadores y les ofrecía un poco de consuelo prometiéndoles un perdón que jamás llegaría.
 
Era él quien había profanado su templo, no el pueblo.
 
Mykail recogía la ofrenda entre las bancas y saludaba con respeto a los asistentes, el cura aún desde el altar divisaba a su grei.
 
La vida que sus padres habían escogido para él,  al principio le pareció hueca y sin color.
Tiempo después comprendió las razones y dio gracias a Dios.
 
Se persignó y fue hacia su capilla privada. Se arrodilló y juntó las manos en señal de oración ante la cruz de madera que tenía en un elaborado pedestal.
 
Pero esta cruz era diferente.
 
Estaba vacía.



Disculpen las demoras espero les guste este capitulo.
Espero sus comentarios.

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⏰ Última actualización: Nov 02 ⏰

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