Bajo El Resplandor Dorado

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Era una vez, en un rincón olvidado del océano, donde el sol se derramaba como oro líquido sobre las aguas, vivía una sirena de belleza radiante y misteriosa.

Su nombre era Elyria, y su cola, dorada como el primer rayo del amanecer, brillaba en la penumbra de las profundidades marinas, un faro de luz para quienes, perdidos en la oscuridad, necesitaban una esperanza.

Sus cabellos, largos y de un rubio intenso, flotaban en el agua como rayos de sol capturados en movimiento, y sus ojos, dos gemas cristalinas, escondían secretos profundos y anhelos inconfesables.

Elyria pertenecía al reino de las aguas profundas, un lugar donde las reglas eran tan antiguas como el océano mismo. Se decía que las sirenas estaban destinadas a una vida apartada de los humanos, pues los encuentros entre ambas especies solo traían destrucción y desolación.

Sin embargo, Elyria siempre había sentido una inquietud inexplicable, un deseo de conocer más allá de las fronteras de su mundo, una curiosidad insaciable que ardía en su pecho como una llama encendida en la inmensidad azul del océano.

Una noche, impulsada por un anhelo que no lograba comprender, Elyria ascendió a la superficie, dejando atrás la tranquilidad de las profundidades.

Rompió las aguas justo cuando la luna llena se alzaba en el cielo, derramando su luz plateada sobre el mundo, como si quisiera acariciar la oscuridad con manos suaves y frías.

La sirena miró al horizonte, asombrada por la vastedad del cielo y la suavidad del aire sobre su rostro. Fue en ese instante, bajo el cobijo de las estrellas, cuando lo vio.

A lo lejos, sobre una pequeña embarcación de madera, un joven humano miraba hacia el agua, como si también buscara algo más allá de su mundo. Su rostro estaba iluminado por la luz de la luna, y sus ojos reflejaban la misma melancolía que ardía en el corazón de Elyria.

Era un hombre apuesto, de cabello oscuro y piel tostada por el sol, con una fuerza en su mirada que solo tienen aquellos que conocen los secretos del mar.

Elyria sintió cómo su corazón, acostumbrado a los ritmos tranquilos del océano, latía ahora con una intensidad desconocida, como una marea creciente que se resiste a retroceder.

El joven humano, cuyo nombre era Einar, era un explorador de tierras lejanas, un aventurero incansable que había surcado los océanos en busca de tesoros y conocimientos.

Sin embargo, aquella noche, al ver a Elyria en la superficie del agua, supo que había encontrado algo mucho más valioso que cualquier joya o leyenda. Ella era un misterio vivo, un sueño imposible hecho realidad, y en sus ojos encontró una promesa de lo desconocido, un eco de su propia alma en la vastedad del mar.

Noche tras noche, Elyria y Einar se encontraban en el mismo lugar, bajo el resplandor de la luna y el susurro de las olas. Él le hablaba de sus aventuras, de tierras lejanas y cielos abiertos, de montañas que tocaban las nubes y desiertos que brillaban bajo el sol.

Ella, en respuesta, le contaba sobre los secretos del océano, sobre las criaturas que habitaban en las sombras y los cantos de las ballenas que viajaban más allá de los confines del mundo. Sus palabras se entrelazaban como olas en la orilla, creando un puente invisible entre dos mundos opuestos.

Con cada encuentro, el amor entre ellos crecía, como una semilla que, contra toda probabilidad, florece en el fondo de una caverna oscura.

Pero sabían que su amor era un desafío al destino, un sueño frágil que podía romperse con el más mínimo soplo de realidad. Elyria estaba atada al océano, a las leyes de su gente, mientras que Einar pertenecía a la tierra firme, a un mundo que no podía entender la existencia de seres como ella. Sin embargo, el miedo a la separación no podía apagar el fuego que ardía en sus corazones.

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