Las Corrientes Prohibidas

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En el vasto e insondable océano, donde las corrientes parecían guardar secretos de amores perdidos y juramentos rotos, dos clanes rivales dominaban las profundidades.

El clan de los Arrecifes Rojos, conocido por su bravura y su ferocidad en la protección de sus territorios, y el clan de los Bosques Abisales, famoso por su astucia y su conexión ancestral con los rincones más oscuros del océano.

Durante generaciones, estos dos clanes habían sido enemigos, cada uno protegiendo sus dominios con un celo feroz, manteniendo una paz tensa solo rota por batallas esporádicas. En medio de esta tensión y de las aguas turbulentas de la enemistad, surgió un amor imposible, como una flor delicada en un campo de espinas.

Los protagonistas de esta historia eran dos jóvenes tritones de cabellos rojos como el fuego de un atardecer en el océano: Aelir y Kaelen. Aelir, del clan de los Arrecifes Rojos, era conocido por su fuerza y valentía. Su piel clara y sus músculos bien definidos contrastaban con la dureza de las aguas que protegía.

Kaelen, por su parte, pertenecía al clan de los Bosques Abisales y poseía una belleza enigmática, una elegancia que era extraña entre los suyos, más inclinados a la discreción y el sigilo. Sus ojos, de un verde profundo, parecían contener las sombras de las plantas abisales y el misterio de las profundidades.

Ambos se conocieron en una noche de luna llena, en la frontera que dividía sus territorios, un espacio neutral marcado por las ruinas de un antiguo barco hundido, sus maderas cubiertas de coral y sus mástiles convertidos en refugios para peces de todos los colores.

Este lugar, olvidado por los años y las corrientes, se había convertido en un santuario silencioso donde los dos jóvenes podían escapar de la opresión de sus clanes. Aelir y Kaelen, movidos por una mezcla de curiosidad y desafío, comenzaron a encontrarse en secreto, en las sombras de las ruinas y bajo la luz suave de la luna que se filtraba a través de las aguas.

Al principio, sus encuentros estaban llenos de cautela y desconfianza. Se miraban desde la distancia, observándose como si fueran espejos de un mundo extraño, estudiando cada gesto, cada movimiento.

Sin embargo, con el tiempo, esa distancia se fue acortando, y sus miradas comenzaron a llenarse de una complicidad que solo ellos podían entender. Había algo en sus silencios que hablaba más que las palabras, un lenguaje oculto que resonaba en sus corazones.

Una noche, mientras las algas se mecían suavemente con la corriente, Aelir decidió acercarse más que nunca. Su corazón latía con fuerza, y sentía un temblor en el pecho, una emoción que nunca antes había experimentado.

Se detuvo justo frente a Kaelen, y por un momento, ambos se quedaron en silencio, sus miradas entrelazadas en un diálogo mudo. El agua alrededor de ellos parecía detenerse, como si el mismo océano los protegiera, guardando su secreto.

- Kaelen - susurró Aelir finalmente, su voz temblando ligeramente - Cada vez que nos encontramos aquí, siento que algo en mí se libera, como si estuviera dejando atrás el peso de mis deberes, de mi clan... como si por primera vez pudiera ser solo yo.

Kaelen, sorprendido por la confesión, lo miró con intensidad. Durante mucho tiempo había sentido lo mismo, una conexión inexplicable, una libertad que solo existía en presencia de Aelir.

Sin embargo, sabía que lo que compartían era peligroso, que su amor era como un pez dorado atrapado en una red de oscuridad.

- Yo también siento eso, Aelir - respondió Kaelen, su voz suave como el murmullo de una corriente - Pero nuestro amor es... prohibido. Si nuestras familias lo descubren, si nuestros clanes se enteran, nos perseguirán, no nos dejarán vivir en paz.

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