Prólogo

22 2 0
                                    

Canetalín.

El ser que sólo deseaba ver al mundo, no tener que derramar sangre por ello.

Se preguntaba entonces, ¿cómo había llegado a ese punto? En medio de un gran castillo construido en el interior de una montaña, en un recinto que no le pertenecía, a la mitad de una cena repugnante, parecido a una asquerosa masa. Se levantó sólo para volverse a caer, arrastró su cuerpo hasta una esquina de la habitación, aterrado, metro a metro se sentía más desesperado, alejaba con sus pies su anatomía de aquella atrocidad. Se llevó las garras a la cabeza, sintiendo la carne descompuesta entre sus puntiagudos dedos, sacudiéndose violento al no querer sentirse contaminado con nada de ese cuerpo ya muerto. Respiraba con dificultad, hiperventilando, sin poder aguantar más el olor, el sabor, la vista, el terror, el asco, no se creía capaz dé. Había matado al rey, lo había destrozado, magullado, y ahora más que eso, se podía considerar un monstruo en ese momento, pero su propia consciencia le decía que era lo necesario para ser libre, se repetía que era totalmente justificable, "así estaremos juntos" quizá decía. Pero no hacerle eso... ¿verdad? Las indicaciones eran matarlo y ya, no destrozarlo. Ahora veía sus manos recubiertas de ácido, carne y sangre, comenzando a gritar de mera desesperación, de horror.

Preguntándose así, ¿por qué había hecho eso desde un principio? Recordando su vida antes de todo ese alboroto, no sabía qué pensar. ¿Lo extrañaría? Tal vez, pero sabía que no podría mantener ese estilo hasta que él decidiera su destino. Tragó saliva. Volvió a sollozar hasta perder la cabeza, le palpitaba de una manera tan dolorosa que sólo podía llorar para aliviarlo, para seguir enrojeciendo sus ojos, esos ojos que no compartía con nadie más que con él, que en medio de su locura le arrancó el único que le quedaba y lo hizo masilla. Tragó saliva nuevamente. Con cada segundo que pasaba, se sentía más impuro, tenía ganas de vomitar, de regresar, de hacer el tiempo retornar y que él siguiera vivo, para tal vez, poder hablar, redirigir esa conversación a algo menos violento, a algo menos desesperado, a posiblemente, un acuerdo. Pero lo había llamado "muchacho tonto" y lo lanzó por la borda, escapó y ahora Canetalín lo había perseguido como un depredador a su presa, un león primerizo que, a pesar de su inexperiencia, podrá comer a la gacela. Quizá debió pensarlo mejor, porque ahora estaba muerto.

— Te dije que yo... Yo hubiera dado todo por ti. Si tan sólo tú... — Se levantó, dándole la espalda a su atrocidad, empezando a rasguñar la rugosa pared de piedra.

"Si tan sólo me hubieras tratado dignamente".

Lloraba tan desconsolado, no lo quería creer, pero con sus propias manos había puesto fin a esa terrible vida. Se sentía avaricioso, tan codicioso, sabía lo que seguía, pero en ese momento, se sentía tan indispuesto. Sabía que al volver a Aureum lo celebrarían, otros le jurarían lealtad y algunos más lo despreciarían, no quería en ese momento, se sentía tan lejano, tan poco merecedor, ¿le iban a dar el trono por haberse comido al rey? Lo sentía tan cínico. No podía creer estar en paz consigo mismo después de haberlo asesinado.

Se sobresaltó cuando escuchó la puerta ser abierta de par en par.

Un pequeño ser, parecido a una mosca, de un metro y medio observó el interior, buscándolo, se le quedó viendo asustada posteriormente de visualizar el cuerpo magullado del rey.

— Cane...talín. — Habló, expectante.

Él de nuevo comenzó a respirar hasta colapsar sus pulmones, volviendo a arquear los ojos, entregándose al suelo, cayó de rodillas, esperando un consuelo, se destrozó una vez más, temblando violentamente.

— Tien...

Se lanzó a sus brazos, aun cuando eso implicaba encorvarse, lloró tanto y cuidó sus fluidos para no lastimarla, sacudiéndose entre sollozos, pudo respirar más tranquilo, con la puerta abierta el olor se disipaba y el contacto ajeno lo hacía tranquilizarse.

— Pensé que no...

— No les iba a fallar de nuevo, no otra vez... ¿Dónde... Dónde está Bost?

— Sabemos que se... encerró con su padre. No sabemos qué estará haciendo.

— Hay que... reunirnos. — Tartamudeó, no quería soltarla.

Ella le dio la razón, le dijo que debían anunciarlo, que todos debían saberlo y aceptarlo. Principalmente él. Negó, no quería separarse, esa mosca lo había salvado de todo, le había rescatado la vida y ahora no quería aceptar que se la había arrebatado a quien le juró lealtad, volver a su cruda realidad no era opción, no deseaba voltear y grabar en su memoria tal imagen para siempre, recordar con asco el movimiento de sus entrañas. Podía sentirlo todo en ese momento; el fluir de su sangre, el oxígeno en sus pulmones, sus tripas escalando hasta querer vomitar, podía sentirlo todo. Las lágrimas de sus ojos. El colapsar de su sistema respiratorio. El ácido de sus glándulas. Era un gran sistema de otros sistemas más pequeños que trataban de no morir. Finalmente se enderezó, separándose, dio una bocanada de aire y volteó rápidamente a ver, para volver la mirada a con la mosca, buscando un refugio en sus ojos asustados, con el ceño fruncido, suspiró, ahogando su tristeza.

— Tien... Maté al rey. — Aceptó, finalmente.

La crisálida del ReyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora