Canetalín solía leer a menudo.

Más por obligación que por gusto. Le habían inculcado desde la infancia la lectura de un diario bibliográfico, especialmente... del rey.

Sí, Canetalín estaba obligado a leer el diario del rey, una versión que era revisada y editada por sus asesores para que fuera apto para él, no había suficiente información privada, pero sí letras donde se demostraba las relaciones y labores del monarca, así como una que otra anécdota. Avanzaba semanalmente y de eso hablaban en la sesión que tenía con el rey cada siete días, ponían a prueba la comprensión lectora del de antenas y el rey hablaba de sí mismo durante horas. Ese era el trabajo de Canetalín.

Ese día se levantó y notó que su novia, a pesar de ser sumamente temprano para que ella empezara sus actividades, ya no estaba. Eran las ocho de la mañana, de un reloj que marcaba hasta veintiséis horas, había amanecido desde hacía dos horas. Se cepilló y arregló sus antenas, saliendo hacia la habitación dorada que solía compartir con el rey cada inicio de semana. Esta habitación estaba en uno de los pasillos que tenía prohibidos, siendo escoltado por Tien cada semana, sin permitirle observar los cuartos y avergonzándose cuando una puerta estaba abierta, él no podía indagar por allí. Llegaron como de costumbre a la puerta grande y ancha donde esperaba a por el rey, pero antes de entrar, la mosca le indicó que se agachara para quedar a la altura.

— No hagas pleito, él se merece tu respeto.

— Yo lo respeto.

— Entonces no lo contradigas, ve, anda, todo estará bien. — Él le agradeció y entró.

Por dentro era una habitación glamurosa, con varios muebles de contorno dorado y telas finas, con un balcón cubierto por suaves cortinas. Suspiró y se sentó, en sillas que para él eran cómodas, sin tener que verse limitado en los costados por pequeñas escaleras que servían para que las moscas y mosquitos estuvieran a la misma altura que el rey en la mesa. Recordó todo lo que leyó desde inicios de la semana pasada y esperó a que el rey entrara.

Cuando pasó, no hablaron sobre que había arruinado su cumpleaños, el monarca llegó directo a preguntarle sus conjeturas y opiniones acerca del diario, dando inicio a un monólogo sobre aquella ocasión en su vida. Canetalín sonreía y preguntaba. Por alguna razón, si es que en ocasiones odiaba escuchar, con el rey era totalmente diferente. Nunca había mostrado una mala cara a sus pláticas, amaba oírlo decir y contar sus vivencias, sentía que todas sin excepción eran interesantes, informativas, o que le servirían para algo en la vida. Adoraba estar con el rey en privado (tanto como en público), se sentía importante, podía pensar, que era privilegiado por sólo algunas ocasiones en su vida. Que el rey le concediera la confianza de saber toda su vida lo hacía feliz y le hacía sentir que le debía total lealtad a esa criatura, no por ser el rey únicamente, sino que... ¿lo veía como un amigo? Sabía que debía mantener distancia, pero no era muy distinto con cualquier otro "amigo" que tuviese, siempre debía ser tan reservado, porque realmente nunca nadie supo acercarse de forma que se dejara de sentir él, nadie lo hacía sentir como algo más, excepto el rey, y eso era distinto, era especial, lo hacía sentir único, aunque ya fuera así. El rey le daba el privilegio de su compañía... ¿por qué? ¿Por ser el único en su especie? Al menos en el castillo. No le permitían total acceso a la biblioteca como para leer de sí mismo en alguna enciclopedia, o el poder salir para buscar a más como él, nunca nadie le contradijo su originalidad, pero nunca nadie le confirmó que así fuera, el rey era su única guía de pertenencia, tal vez por sus ojos, eran únicos... o al menos hasta que se vio en un espejo y notó "wow, son iguales a los de él", única cosa que tenía en común con alguien en ese reino, ya que hasta sus alas eran distintas.

Sí mismo se distinguía como algo sin precedentes, sus cuatro brazos, su abdomen abultado que terminaba en punta, piernas con muslos y pantorrillas, pies planos sin dedos, tórax con patrones color amarillo, sus dedos, que eran más bien garras con diminutas vellosidades que lo hacían ser un poco pegajoso, antenas colgantes, una mandíbula parecida a un pico... y sus ojos amarillos, entre pupila, iris y esclerótica que iba desde los amarillos, naranjas y dorados, no había nada como él entre sus recuerdos. Excepto, por supuesto, los mismos ojos posicionados en el rostro de su monarca. Tal vez por eso sentía tanto apego, era, desde pequeño, su única referencia de pertenencia.

La crisálida del ReyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora