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  Esta historia empezó cundo tuvimos que ir a grabar un comercial en el bosque aquel. Yo trabajaba como redactor creativo en la agencia "Harmonías", de propiedad del gordo, es decir de Pete el Negro, o Pete, a secas.

  Esa mañana me fui caminando hacia el bosque. Vivía apenas a tres cuadras. Desde mi ventana divisaba el manchón verde. Me parecía cada vez más marchito, cercado por los techos de calamina de los galpones, las bodegas, las industrias. Pensé en subirme al auto, por la fuerza de la costumbre. Escarbaba mis bolsillos en busca de la llave cuando me di cuenta de que tenía ganas de caminar. Hacía tiempo que no veía una mañana de domingo; casi siempre me las duermo, pero esa vez el día me invitó a sentir la quietud del aire. Las campanas de la iglesia repicaron y un triciclo pasó derramando olor a pan caliente.

  Dejé en la casa el discman. Después de todo iba a trabajar. Al principio lo eché de menos, me molestó un rato el silencio, pero al acercarme al bosque empecé a escuchar sonidos lejanamente familiares: el canto de las tórtolas, el rebote de las acequias en las piedras del cauce, el viento raspando levemente el follaje. Las hojas de los álamos me hacían guiños y el olor de la tierra húmeda completó un cuadro de sensaciones que me llevó de vuelta al tiempo en que era niño y en que ese bosque, ahora estrangulado por la ciudad, era para mí un mundo ilimitado, tan enorme, intrincado y misterioso como la selva amazónica.

  No me había sido fácil encontrar un forado en el muro de adobes que yo creía en ruinas. Aunque pareciera extraño, alguien estaba reconstruyendo el cierre y repoblando su guarnición de zarzas.

  Bueno, estaba otra vez en el bosque. Era extraño regresar a ese paraje que tenía archivado, perdido entre los trastos de la memoria como un juguete viejo, como un sueño de infancia. Me sentí bien ahí, solo. Trate de aprovechar ese momento cazado en el aire sensaciones quebradizas como las mariposas. Entonces me dieron ganas de quedarme solo toda la mañana y también toda la tarde, de que se suspendiera la grabación del comercial, para evitar que el bosque fuera invadido por cables, cámaras, generadores, estudiantes en práctica de institutos de comunicación visual que medirían las variaciones de la luz para responder a los gritos del director de fotografía, y actores pintarrajeados que repetirían una y otra vez las mismas rutinas, hasta dejar contento al director de escena que consumiría su neura entre nubarrones de tabaco, tragos de café, escupos y rabietas.

  Por desgracia, Pete no demoró mucho en aparecer. Manejaba furioso, aplastando las hierbas y los hongos con las llantas patonas. Estacionó su Audi deportivo debajo de un aromo sobrepoblado de pájaros.

-¡Crestas! -bramó-. No hallaba por dónde meterme.

¿Quién será el ocioso que se dedica a parchar la tapia?

  Ni siquiera me dio los buenos días. Tomó cierta distancia para contemplar con amor el superauto [en realidad eso lo dice mi libro pero yo creo q en realidad quiso decir el "super auto" pero bueee...... atte: la que escribe esto]  que se había comprado hacía poco. Era de esos carros con forma de peces, que tienen los focos provistos de párpados que de noche se abren y de día se cierran.

-No me lo vayan a cagar los pájaros- dijo y agarró una piedra que lanzó contra la copa del aromo provocando un estallido de polen amarillo y una volada masiva de zorzales y tórtolas.

  La piedra fue a dar en el tronco y de ahí cayó para rebotar dos veces en el techo del auto y otra más sobre el parabrisas. Pete el Negro se apretó  el estómago como si le dolieran ahí, en los intestinos, las carambolas de su propio peñascazo. Yo sentí un extraño gustito en esa misma parte, en el estómago y luego en todo el cuerpo.

  No es que sea envidioso. Es que a Pete se le habían subido los humos a la cabeza. Fuimos inseparables cuando niños: cuántas veces recorrimos a pata pelada ese mismo bosque, buscando señales escondidas en los troncos, en los huecos telarañosos que dejan las raíces, y cuántas veces nos batimos a hondazos con la pandilla del Modro...

  El billete le hizo mal al gordo. Hacía tiempo había dejado de ser su amigo, ahora era apenas su empleado.

-El trabajo es el trabajo- proclamaba él a cada rato, pero igual podría haberse acordado de los tiempos en que fuimos uña y mugre. A lo mejor tenía miedo de que yo me aprovechara de esa vieja amistad, y agarrara demasiada confianza. Pero yo no pedía ningún privilegio, sólo un mínimo de reconocimiento. Con decirles que no me dirigió ni una palabra de gratitud cuando le resolví el problema del comercial de MAGIC-YOG, que entonces estábamos a punto de empezar a grabar.

  Pero esa es otra historia, déjenme que se las cuente.

  Tomen nota.

rockeros celestesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora