Capítulo 1

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Nací en una casita en el medio de la nada, en un pueblito que ni aparece en el mapa. Era una casa de techos bajos y paredes descascaradas, con el campo extendiéndose hasta donde se perdía la vista. Todavía recuerdo el olor a tierra mojada que se colaba por la ventana y el crujido del piso de madera cada vez que alguien pasaba. La luz entraba como si le diera vergüenza, pero era suficiente para iluminar los pocos muebles viejos que teníamos.

Mi vieja era todo dulzura, una mujer frágil como el papel, que igual se las arreglaba para tirar para adelante sin chistar. Para ella, todo se arreglaba con una sonrisa y un mate compartido. La primera imagen que tengo de ella es su pelo enredado cayendo sobre la cara mientras me canta para que me duerma. Y cuando por fin caía, sentía que nada malo me podía pasar.

Pero todo eso cambió el día que apareció él, mi padrastro. El día que se cruzó la puerta, el silencio se rompió y entró una sombra larga, pesada, como si trajera el viento del campo en las botas y la dureza del camino en la mirada. Nunca me llamó la atención su cara; lo que me helaba era esa forma de mirarnos, a mi vieja y a mí, como si fuéramos parte del rancho, algo que se puede usar y desechar.

"Martín," me dijo una de las primeras veces que lo crucé en la cocina. "Acá hay que aprender a ser hombre, ¿me escuchás? Acá no hay lugar para debiluchos."

Yo lo miré sin decir una palabra. No sé qué esperaba que le contestara, si con seis años lo único que sabía era esconderme detrás de las piernas de mi vieja.

Pero entonces llegó la tía Elvira, la hermana de él. Se plantó en la casa una mañana, y de ahí en adelante no hubo ni un rincón donde no estuviera su presencia. Era una mujer de esas que parecen talladas en piedra, siempre vestida con colores apagados y el pelo tirante, atado en un rodete tan firme que parecía imposible que alguna vez se hubiera soltado.

Apenas entró, se acomodó en una silla y empezó a dar órdenes, como si la casa fuera suya. Mi vieja, con la sonrisa que nunca le faltaba, me decía al oído que tratara de hacerle caso, que era "por mi bien". Pero para mí, esa mujer era un cuervo revoloteando sobre nuestras cabezas.

Una tarde, mientras yo jugaba con las piedritas del suelo, ella me llamó desde la cocina con su voz de mandona.

"Martín, vení. Necesito que me escuches bien." Me acerqué con desconfianza, y me quedé parado en la puerta, con la mano apoyada en el marco.

"No podés andar todo el día jugando," me dijo. "Un chico tiene que aprender cosas útiles, no andar de haragán."

Miré a mi vieja, que estaba acomodando los platos. Ella me lanzó una mirada como para calmarme, pero en ese momento, en mi cabeza, el rancho se había convertido en una cárcel.

Esa noche, cuando nos sentamos a cenar, el padrastro me miró de reojo. Yo sentía sus ojos pesados en la nuca, como si quisiera aplastarme con la mirada.

"¿Y? ¿Hiciste lo que te pidió la tía?" me preguntó con voz cortante.

"Sí," dije, sin mirarlo a los ojos.

"Más te vale. A ver si entendés que acá el trabajo y la obediencia son la ley. No quiero haraganes en mi casa, ¿me entendiste?"

Asentí con la cabeza, mordiéndome los labios. Sentía una bronca en el pecho que apenas entendía, como si todo lo que me estaban exigiendo fuera una mentira pesada, una trampa que sólo buscaba atraparme en ese rancho.

Después de cenar, salí al patio y me senté en el escalón de la entrada. Miré las estrellas, que esa noche parecían más lejos que nunca. Las luces de la casa quedaban atrás, y con ellas, la sensación de estar atado a algo que no era para mí.

Entonces escuché un ruido en el establo y me acerqué despacito. Era Fermín, el viejo capataz del rancho, que siempre me había tratado bien, como si supiera algo de mí que nadie más veía.

"¿Qué hacés despierto a esta hora, pibe?" me dijo, rascándose la cabeza.

"Nada, Fermín... no me podía dormir."

Fermín me miró un rato sin decir nada y después se sentó a mi lado, apoyando la mano en mi hombro.

"Vos sos diferente, Martín. Vos tenés un fuego que estos otros no entienden. No dejes que te lo apaguen, ¿sabés?"

Esas palabras se quedaron conmigo esa noche, mientras miraba al cielo y soñaba con un mundo más allá de los límites de nuestro rancho. Un mundo donde yo no tenía que demostrar nada a nadie, donde podía ser simplemente yo, libre.

Desde ese día, cada vez que escuchaba la voz del padrastro o la tía Elvira, recordaba las palabras de Fermín. Porque si había algo que no iban a arrancarme era ese fuego, ese impulso de escapar y ser algo más, algo que ni ellos, con toda su dureza, podían imaginar.

Martín VillegasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora