Huellas

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Mi vida solía ser alegre, y mi familia también lo era. Los primeros años fueron como un sueño del que no quería despertar. Solíamos pasar horas juntos, riendo y disfrutando de la compañía mutua. Los paseos por el parque eran mi momento favorito del día. Me encantaba correr libre, sentir el viento en mi cara y escuchar las risas de los niños mientras jugaban. Siempre estaban allí, observándome con sonrisas y palabras cariñosas. Me sentía seguro, amado, y parte integral de algo más grande.

Pero, con el tiempo, algo empezó a cambiar. Al principio, eran cosas pequeñas y fáciles de pasar por alto. Los paseos se volvieron menos frecuentes. Las caricias, una vez constantes y llenas de amor, se volvieron rápidas y distraídas, como si solo cumplieran con una obligación. Las miradas amorosas fueron reemplazadas por ojos cansados y vacíos, y las palabras dulces se convirtieron en meros murmullos.

Noté cómo Andy comenzó a llegar tarde a casa, con una expresión de agotamiento que nunca antes había visto. Sus discusiones con la pareja, antes silenciosas y raras, se hicieron más frecuentes y acaloradas. En esos momentos, me acurrucaba en mi rincón, intentando hacerme invisible, esperando que el silencio volviera y que todo fuera como antes. Pero la tensión en el aire era palpable, y mi presencia parecía ser una carga en lugar de un consuelo.

Las pequeñas atenciones que una vez me hacían sentir especial se volvieron menos y menos frecuentes. Los juguetes que solían comprarme con entusiasmo ahora estaban olvidados en una esquina, y mis intentos de jugar eran recibidos con impaciencia o ignorados por completo. Sentía cómo el amor que me rodeaba se desvanecía lentamente, siendo reemplazado por indiferencia y desapego.

Un día, Andy comenzó a hablar de manera diferente. Sus palabras eran frías y llenas de resentimiento, no solo hacia su pareja, sino también hacia mí. “No tenemos tiempo para esto”, escuché decir, como si yo fuera solo un objeto, una molestia. Los paseos cesaron por completo, y mi vida se convirtió en una rutina monótona de espera y soledad. Me sentía perdido, atrapado en una casa que ya no sentía como un hogar.

Una tarde, después de un largo día de espera, Andy me llamó. Pensé que finalmente saldríamos a dar un paseo, pero en lugar de eso, me subió al coche. La emoción inicial se mezcló con una inquietud que no podía ignorar. Viajamos en silencio, y observé cómo el paisaje cambiaba rápidamente a través de la ventana. Llegamos a un lugar desconocido, lejos de la calidez del hogar.
Me dejó allí, en medio de la nada, con una breve mirada de despedida que no podía comprender. Intenté seguirlo, pero sus pasos eran rápidos y decididos. Grité, pero mi voz no logró detenerlo. El coche se alejó, dejándome solo. La desesperación se apoderó de mí mientras corría tras él, pero pronto me di cuenta de que era inútil.

Pasé los días siguientes vagando sin rumbo, esperando que regresara. Pero él nunca lo hizo. El frío de la noche y el hambre constante se convirtieron en mis compañeros inseparables. Con el tiempo, mis fuerzas comenzaron a desvanecerse, y la esperanza se desvaneció junto con ellas.

Una noche particularmente fría, me acurruqué en un rincón, recordando los días felices que una vez tuve. Mi cuerpo estaba cansado, pero mi mente se aferraba a los recuerdos de aquellos momentos felices. Sentí mis ojos cerrarse lentamente, mientras el cansancio finalmente me vencía. En mis últimos momentos, un pensamiento cruzó mi mente: ¿qué hice mal para merecer esto?

La respuesta nunca llegó, pero en mis últimos suspiros, comprendí una triste verdad. Mi vida, que había comenzado con tanto amor y alegría, había terminado en soledad y abandono. Y mientras mis ojos se cerraban para siempre, comprendí que, aunque me sentí parte de la familia, al final, solo era una mas mascota, dejado a su suerte por aquellos a quienes más amé.

Sombras del Alma: Relatos de Dolor y ResilienciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora