Cordura

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Mi nombre es Martín, tengo 37 años, y escribo esto desde la habitación blanca y estéril de un manicomio. Es curioso cómo la vida puede cambiar tan drásticamente, cómo un giro inesperado puede llevarte de la libertad a la reclusión, de la claridad a la confusión. Antes de llegar aquí, mi vida era tan normal como la de cualquier otra persona. Tenía un trabajo, amigos, y una familia que me amaba. Pero todo eso comenzó a desmoronarse el día en que mi mente empezó a traicionarme.

Recuerdo el primer indicio de que algo no estaba bien. Fue una mañana, mientras me preparaba para ir al trabajo. Me miré al espejo y no reconocí al hombre que me devolvía la mirada. Sus ojos, mis ojos, estaban vacíos, carentes de vida. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda, pero traté de ignorarlo, atribuyéndolo al cansancio. Sin embargo, ese vacío en mis ojos no desapareció.

Con el tiempo, las cosas empeoraron. Empecé a escuchar voces, susurros en la oscuridad que me decían cosas horribles sobre mí mismo y sobre las personas que amaba. Me decían que no era digno, que no merecía ser feliz. Al principio, pensé que eran solo mis pensamientos, pero las voces se volvieron más persistentes, más claras. Me susurraban al oído incluso cuando estaba rodeado de gente, haciéndome sentir solo en medio de la multitud.

Intenté hablar con mi familia y amigos sobre lo que estaba sucediendo, pero sus reacciones fueron de incredulidad y preocupación. "Es solo estrés", decían. "Necesitas descansar". Pero yo sabía que era algo más, algo oscuro y aterrador que se estaba apoderando de mi mente. Las voces comenzaron a dictar mis acciones, y yo, aterrorizado, les obedecía.

Una noche, las voces me llevaron a hacer algo terrible. No puedo recordar todos los detalles, y quizás sea mejor así, pero sé que lastimé a alguien. Fue el momento en que mi familia ya no pudo ignorar lo que estaba sucediendo. Fui internado de inmediato en este lugar, este manicomio, donde me prometieron que me ayudarían, que me harían mejor.

Pero aquí, entre estas paredes blancas y frías, me siento más prisionero que nunca. Los días se mezclan con las noches en una sucesión interminable de tiempo perdido. Me mantienen bajo vigilancia constante, y los medicamentos que me dan nublan mis pensamientos, pero no silencian las voces. Siguen ahí, susurrando, riéndose, burlándose de mí.

He visto a otros pacientes aquí, cada uno con su propia batalla, su propio infierno personal. Algunos gritan durante horas, otros se mecen hacia adelante y hacia atrás, perdidos en su propio mundo. Me pregunto si algún día seré como ellos, completamente consumido por la locura.

A veces, me dejan salir al patio, un pequeño espacio cercado donde podemos respirar aire fresco. En esos momentos, trato de recordar cómo era mi vida antes de todo esto, antes de que las voces se apoderaran de mi mente. Trato de recordar el rostro de mi esposa, la sonrisa de mis hijos, pero esos recuerdos se desvanecen rápidamente, como la niebla al sol.

Los médicos aquí intentan ayudarme, lo sé. Pero a veces me pregunto si realmente entienden lo que está sucediendo dentro de mi cabeza. Me hacen preguntas, me observan, anotan cosas en sus cuadernos, pero nunca parecen llegar a una solución. Siento que soy un caso perdido, una mente rota que ya no puede ser reparada.

Hay momentos, breves destellos de lucidez, en los que me pregunto si todo esto es real. ¿Y si las voces tienen razón? ¿Y si siempre he sido así, roto, y simplemente no lo sabía? La incertidumbre es lo peor de todo, esa sensación de no poder confiar en tus propios pensamientos, en tu propia percepción de la realidad.

Cada día en este lugar es una batalla constante. Las terapias son agotadoras, tanto física como emocionalmente. Me hacen recordar cosas que preferiría olvidar, revivir momentos que me rompen el alma. A veces, siento que las sesiones son una forma de tortura, una manera de desentrañar mis pensamientos más oscuros y exponerlos a la luz.

Las noches son las peores. Cuando las luces se apagan y el silencio se apodera de todo, las voces se vuelven más fuertes, más insistentes. Me dicen que nunca saldré de aquí, que esta es mi nueva realidad. Me atormentan con visiones de mi familia, de cómo estarían mejor sin mí. Esos pensamientos son los más dolorosos, los que me desgarran por dentro.

Recuerdo una noche en particular, cuando las voces fueron tan intensas que sentí que iba a perder la cordura por completo. Me levanté de la cama y empecé a golpear las paredes, tratando de silenciarlas, tratando de encontrar un momento de paz. Los guardias vinieron rápidamente y me sujetaron, inyectándome algo que hizo que todo se desvaneciera en un sueño sin sueños.

Al despertar, me sentí más vacío que nunca. Me miré en el espejo del baño y no reconocí al hombre que veía. Su mirada estaba llena de desesperación, de una tristeza tan profunda que parecía no tener fin. ¿Cómo había llegado a este punto? ¿En qué momento mi vida se había convertido en este infierno?

Mi familia viene a visitarme de vez en cuando. Sus rostros están llenos de preocupación y dolor. Tratan de sonreír, de darme ánimos, pero veo en sus ojos que también están sufriendo. Mi esposa me agarra la mano y me dice que todo va a estar bien, que saldré de esto. Pero sus palabras suenan vacías, como si ella misma no las creyera.

Mis hijos, tan jóvenes e inocentes, no entienden realmente lo que está pasando. Solo ven a su padre en un lugar extraño, actuando de maneras que no comprenden. Intento ser fuerte por ellos, mostrarles que todavía soy su padre, que todavía los amo. Pero cada vez que se van, me siento más solo que nunca.

Sé que mi camino hacia la recuperación será largo y difícil. Habrá más noches oscuras, más momentos de desesperación. Pero mientras tenga esa chispa de esperanza, mientras siga luchando, sé que hay una posibilidad, por pequeña que sea, de que algún día encuentre la paz que tanto anhelo.

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⏰ Última actualización: Nov 11 ⏰

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Sombras del Alma: Relatos de Dolor y ResilienciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora