Sabor de Control

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Mi madre siempre decía que tenía una mirada "intensa". A menudo se refería a mi capacidad de observar sin parpadear, de estudiar cada detalle de la gente sin que ellos lo notaran. "Tienes los ojos de un cazador," me decía, como si se tratara de una virtud, pero su voz temblaba cada vez que lo hacía. No lo entendía entonces, pero lo sé ahora: mi madre veía algo en mí que no podía explicarse, algo que ella misma temía.

Crecí en una casa normal, si se puede decir así. Mi padre era distante y mi madre, una mujer a quien siempre le preocupaba más lo que pensaran los demás que lo que sentía su propia familia. Mi hermano era el típico niño revoltoso, siempre buscando atención, mientras que yo me mantenía en silencio. Observaba.

Recuerdo que mi primer encuentro con el sufrimiento fue a una edad temprana. No fue un incidente dramático ni algo que se te quedara grabado por su brutalidad. No, mi primer encuentro con el sufrimiento humano fue mucho más sutil. Tenía siete años y me encontraba en el jardín de la casa, mirando una hormiga luchar contra la corriente de agua que la arrastraba en el drenaje del jardín. La hormiga luchaba con toda su fuerza, pero al final, su resistencia no fue suficiente. Fue fascinante ver cómo luchaba por sobrevivir, cómo su pequeño cuerpo se retorcía en desesperación antes de ser finalmente arrastrado por la corriente.

Sentí algo entonces, una mezcla extraña de poder y emoción. Estaba acostumbrado a ser el espectador, pero en ese momento, me sentí como el director de esa pequeña tragedia. Yo no había creado la tormenta, pero había controlado el destino de la hormiga.

A medida que crecí, entendí que esa sensación no era única. Había algo en el dolor ajeno que me atrapaba, algo que me hacía sentir... vivo. Mientras otros niños jugaban a ser héroes o villanos, yo observaba el sufrimiento de manera diferente. No solo lo observaba, lo sentía. Sentía el poder que daba tener el control sobre el sufrimiento de otro ser. No era por venganza ni por odio; era simplemente el hecho de que, al infligir dolor, tenía la capacidad de imponer mi voluntad sobre otro.

En la secundaria, empecé a buscar en lugares más oscuros. La curiosidad fue la chispa que encendió todo. Me obsesioné con historias de asesinato, de tortura, de muerte. Leía sobre los asesinos más notorios, sus métodos, sus motivaciones. El dolor humano, la lucha por la vida, la brutalidad... todo eso me atraía como un imán. Y a medida que pasaba el tiempo, la sensación que me provocaba ver a otros sufrir se intensificó. No era suficiente con solo leer sobre ello. Necesitaba verlo, sentirlo, controlarlo.

Fue entonces cuando empecé a experimentar. No maté de inmediato, no. Empecé con los animales, con seres más pequeños, más fáciles de controlar. Esos primeros actos no me dieron satisfacción inmediata, sino un creciente entendimiento de lo que podía hacer si estaba dispuesto a cruzar la línea. Lo que me emocionaba no era el asesinato en sí, sino el proceso. La anticipación. El control.

Mi primera víctima humana llegó cuando ya no podía ignorar lo que sentía. Fue en un paseo nocturno, un encuentro que parecía casual. Su nombre no lo recuerdo, no importa. Recuerdo la forma en que miraba, la forma en que su vida aún brillaba en sus ojos antes de que se apagaran. Fue una lenta y meticulosa tortura, aunque su resistencia fue mínima. Era fácil, casi aburrido. Sin embargo, cuando sus ojos se apagaron, cuando vi cómo la vida se desvanecía de su rostro, algo dentro de mí se despertó. Fue un placer frío, un alivio al mismo tiempo que una necesidad insaciable.

Desde entonces, no pude dejarlo. La gente me veía como un joven común, alguien que iba por la vida sin sobresaltos. Nadie sospechaba que, cuando me encontraba solo, mi mente recorría una y otra vez los recuerdos de esos momentos de control absoluto, de cómo me sentía al tomarles la vida. No importaba quiénes fueran. No me importaba si se trataba de un desconocido, un amigo, o incluso un ser querido. Lo que me importaba era cómo sus cuerpos reaccionaban, cómo el sufrimiento era inevitable una vez que los atrapaba. Y me gustaba el poder de decidir cuándo su sufrimiento terminaba.

He aprendido a controlar el acto mismo, a hacerlo más limpio, más eficiente. En la mayoría de los casos, no hay lucha. La víctima no tiene ni idea de lo que está por suceder. El terror no es lo que me atrae; es la resignación final, la aceptación de que ya no tienen control. Esa es la belleza del sufrimiento humano: no importa cuánto griten o lloren, siempre llega el momento en el que se rinden. Y en ese momento, me siento completo.

La sociedad dice que lo que hago está mal. Pero ellos no entienden. Ellos no comprenden lo que es realmente sentir el poder que da el control absoluto sobre otra vida. Ellos no entienden lo que es el dolor cuando eres el que decide si el otro puede seguir viviendo o no.

Yo no me siento culpable. Al contrario, me siento vacío, y ese vacío solo se llena cuando estoy en control. La gente vive sus vidas como si tuviera el control, pero están equivocados. Yo soy el que tiene el control. Y nunca me arrepentiré.

Sombras del Alma: Relatos de Dolor y ResilienciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora