12 | Despertar

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Dorian abrió los ojos con esfuerzo, sintiendo un dolor pulsante en el costado desnudo y cubierto de vendas. Su mente trataba de reconstruir los últimos momentos antes de quedar inconsciente. La bala... la huida después del ataque de Sundar y la rabia mezclada con humillación... Eran sensaciones que últimamente no era capaz de controlar. Sensaciones humanas que repudiaba.

Cuando era vampiro, las emociones habían sido poco más que ecos en su mente, vagas sombras en lo más profundo de su conciencia. Pero ahora, como humano, el dolor y la ira lo envolvían como un manto que no podía arrancarse.

Y la presión firme de unas manos sobre su herida... manos que no parecían las de un soldado ni de un guardaespaldas corriente. Sintió una punzada en la cabeza al recordar el tacto suave de aquellos dedos extrayendo la bala con una precisión que no cuadraba con el perfil de un hombre que había aprendido a hacer torniquetes en misiones de guerra.

Recordó su olor, un aroma familiar que había creído percibir antes, pero sin poder ubicarlo. Había algo que no encajaba en Samuel, algo que encendía su desconfianza y, al mismo tiempo, su intriga.

Giró la cabeza y notó una figura elegante junto a su cama. Se trataba de Isabella, su esposa. Con su cabello castaño oscuro peinado en una sofisticada onda, observaba su convalecencia con ojos verdes y gélidos. Vestía un conjunto parisino de corte clásico, chaqueta ceñida y labios teñidos de un rojo profundo que hacía juego con el carmín de sus uñas. Isabella tenía esa belleza que no exigía atención, pero la obtenía de todos modos, y su porte transmitía la implacabilidad de alguien que sabía cuándo y cómo exigir aquello que le pertenecía.

—Has decidido despertarte, al fin —comentó, con una voz que era casi un susurro, pero firme, mientras lo observaba sin el menor asomo de ternura. Solo su ceja levantada dejaba ver algo de interés.

Dorian la observó, incómodo por el dolor y por la extraña cercanía de su esposa. Ella siempre lograba mantenerlo en guardia, recordándole que su matrimonio era una unión de poder y no de amor.

—Isabella, siempre puntual —murmuró él, esbozando una sonrisa irónica mientras trataba de incorporarse en la cama.

Ella lo empujó suavemente para que se recostara de nuevo. Sus ojos verdes chispeaban con una mezcla de irritación y reproche que Dorian conocía bien.

—¿Qué esperabas? Para ser alguien que acostumbra poner en riesgo la fortuna de los Marceau, al menos asegúrate de que sea por algo útil, y no por perder la cabeza por una simple bala —replicó ella, con voz cargada de sarcasmo.

—Oh, créeme, querida, fue de todo menos "simple"—contestó él, intentando controlar el malestar de su costado.

Isabella lo observó, con sus labios esbozando una sonrisa apenas perceptible. Aquella dureza que la caracterizaba siempre le resultaba tan asombrosa como inquietante. No importaba cuánto compartieran, sus verdaderas intenciones se mantenían siempre bajo llave.

—Parece que alguien te salvó en el último momento. —Lo miró con una mezcla de ironía y desprecio—. El nuevo recluta... Samuel, ¿no?

El nombre de Samuel le provocó una oleada de incomodidad. Aquel menudo guardaespaldas había visto su fragilidad. La humillación lo carcomía, y el odio hacia su propio cuerpo humano se intensificaba.

Isabella esbozó una sonrisa burlona al ver su expresión sombría. —¿De modo que ahora le debes la vida a un recién llegado? No pensaba que fueras del tipo que acumula deudas.

Dorian respiró hondo, sintiendo cómo la ira crecía en su interior, desgarrándolo desde dentro. Aquel resentimiento tan intenso lo asqueaba. Su humanidad lo asqueaba. El hecho de que una herida, una insignificante bala, lo hubiese reducido a esto... Era nada más que un hombre mortal, vulnerable e incapaz de controlar sus propias emociones.

El Clan de las RosasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora