Serena recorrió los largos y suntuosos pasillos de la tercera planta, siguiendo a dos criadas que la acompañaban hasta su habitación. Abrieron las cortinas de terciopelo carmesí de un amplio ventanal de madera maciza que se alzaba del suelo al techo. El terciopelo capturaba la luz de las lámparas de pie y la devolvía con una suavidad misteriosa, tiñendo la estancia con una calidez elegante y casi ominosa.
La enorme cama era una obra de arte en sí misma: imponente, cubierta de suntuosos edredones de brocado dorado y cojines de terciopelo en un sinfín de tonos borgoña y vino. Su cabecero, tallado con formas de rosas y espinas, lucía un esmalte oscuro que parecía brillar de forma hipnótica en la semioscuridad. Serena se fijó en los muebles tallados en maderas oscuras y lacadas que resaltaban el aire de lujo decadente que impregnaba cada rincón del espacio. Las mesitas de noche, cada una con una lámpara de cristal cortado, sostenían pequeños jarrones de porcelana llenos de rosas frescas, cuyo perfume flotaba en el ambiente de forma casi embriagadora.
—Señor García —susurró una de las criadas—. El señor Sakai nos ha ordenado ofrecerle una de las mejores habitaciones de la casa. Espero que se encuentre a gusto. En la puerta de la derecha se encuentra el baño.
Serena asintió, tímidamente. No podía creerse que la hubiesen hospedado tan cerca de la habitación de Dorian. Su hazaña le había servido, como se imaginaba, para ganarse la confianza del clan.
Observó la alfombra persa de tonos granate, marfil y azul profundo que cubría el suelo de mármol. Las criadas se movían sobre ella, amortiguando cada paso, mientras colocaban una bandeja con la cena y una botella de vino tinto sobre una mesa baja.
Las criadas abandonaron la sala y Serena entró en el baño. Se moría por darse una ducha con agua muy caliente. Lo necesitaba después de todo. Empujó la puerta con suavidad y se asombró al ver un templo de mármoles y de espejos, con un tocador de estilo victoriano y una bañera de gran tamaño. El mármol, de un blanco lechoso con vetas doradas, resplandecía bajo la luz, y la grifería de oro bruñido daba un toque de lujo adicional. Unas suaves toallas de lino, con el emblema del clan bordado en hilos de oro, colgaban a un lado, esperando para ser usadas. Se asombró al escuchar un murmullo que provenía del pasillo. Se acercó sigilosamente hasta la salida de la habitación y observó cómo cinco guardaespaldas abandonaban la habitación que se encontraba al final del pasillo. Tras ellos, una esbelta mujer de cabello corto y oscuro, que caminaba elegantemente hacia las escaleras que bajaban hacia el segundo piso de la mansión. No la conocía en persona, pero sí que la había visto en recortes de periódicos. Se trataba de Isabella Marceau, la impasible esposa de Dorian. Serena supuso que había acudido a visitar a su marido, que se hallaba convaleciente en aquella habitación. Presa de curiosidad, la joven se acercó sigilosamente hacia las puertas negras y brillantes que la separaban del líder del clan.
La habitación de Dorian estaba bañada en una penumbra que apenas se rompía con las tenues luces que emitían un brillo casi antinatural. El aire era fresco, dotado de un olor sutil a algún perfume exótico, afilado como el acero y con una nota de misterio que evocaba bosques lejanos. La decoración, en contrastes marcados de sombras y reflejos metálicos, era sobria y minimalista: estanterías negras con libros de cubiertas de cuero oscuro, un escritorio amplio con bordes afilados y fríos, y una silla de respaldo alto, imponente en su simplicidad. Todo en aquella habitación transmitía frialdad, orden y un poder contenido, como una fiera agazapada en la penumbra.
Frente al ventanal, cerrado con cortinas pesadas en una azul noche que absorbía toda la luz, se hallaba una cama grande, de marco negro y sábanas de seda gris, que ocupaba el centro del espacio. En ella, Dorian yacía dormido, tan inmóvil que por un instante Serena creyó que podía no estar respirando. Un cable delgado conectaba su brazo a una máquina cercana, que emitía un suave zumbido mecánico. A cada impulso, la luz de la pantalla titilaba en un ritmo pausado, monitoreando alguna función desconocida pero vital. La imagen era tan fría y aséptica que a Serena le recordó una escena de laboratorio, y el peligro latente en esa visión le hizo contener la respiración.
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El Clan de las Rosas
Roman d'amourSerena Jensen, una implacable inspectora de policía, vive atormentada por la muerte de su esposo, asesinado en circunstancias misteriosas. Su búsqueda de justicia la lleva hasta Dorian Montrose, el líder de una antigua y poderosa organización llamad...