Los días con un clima cálido eran normales en el pueblo, siempre se podía apreciar un lindo cielo color azul con un aire lo suficientemente fresco como para contrastar lo caliente de los rayos del sol. Como siempre, hoy era un día perfecto para regar las plantas del jardín.
El día de hoy vestía unos pantalones completamente negros de pretina ancha, junto a una camiseta formal de un color blanco completamente liso, estaba perfectamente fajado y la camisa completamente abotonada y, como cada dos días, traía una regadera en mano. Juan tenía un trabajo, si es que podía llamarle así, este era cuidar de los jardines del monasterio, una tarea tan trivial a la que terminó tomandole el gusto.
Le gustaba cuidar de las flores y observar su crecimiento, ver ese pequeño capullo crecer hasta el día en el que finalmente abría con plenitud sus pétalos.
— Pero mira que lindas estan ustedes también el día de hoy, ¿no piensas lo mismo, puerco?
El cerdo, quien parecía entenderle, gruño¹ a su pregunta. Juntos, mascota y dueño, regaron las flores mientras el castaño le hablaba sin parar a las plantas y al animal, desinteresado a la idea de que alguien pudiese verle con extrañeza.
Fue en un momento al azar que sintió la presencia de alguien más cercas de el, lo cual le pareció extraño con el tiempo. Normalmente los monjes que ayudan a su padre le hablaban con normalidad, no se quedaban parados solamente, incluso si fuese a un habitante del pueblo simplemente llamaría su atención.
Juan término de revisar las hojas de la planta que lo tenía tan entretenido para después voltear a sus espaldas, dispuesto a encarar a aquélla persona que lo estaba acechando desde hace un tiempo.
Su cuerpo se paralizó al ver la figura del hombre tras de el, sintiendo su respiración entre cortarse de forma repentina. Sus ojos miraron fijamente los del varón, adentrándose en un silencio en el que solamente se observaban mutuamente.
Sus latidos se aceleraron, perdiéndose de forma casi tonta en la mirada del contrario, su cerdo, fiel amigo y compañero, tuvo que embestir con suavidad su pierna para sacarlo del trance en el que había entrado.
Juan carraspeo, bastante avergonzado. Sentía sus mejillas calentarse, seguramente un sonrojo las estaba pintando en ese momento.
— Buenos días. — había susurrando, girandose nuevamente para fingir de manera torpe que estaba trabajando.
— Buenos días.
Juan se derritió por dentro, sintiendo sus manos temblar. Su voz era mucho más hermosa de lo que recordaba, sus sueños no le hacían justícia.
Intento ignorar entonces que el estaba ahí, sintiéndose tenso al saber que lo tenía a medio metro de distancia. Juan apenas pudo terminar sus labores sin hacer algo estúpido, sintiéndose en constante pánico al sentir por momentos la profunda y pesada mirada a sus espaldas.
— ¿Qué acaba de pasar? — una mano estaba en su pecho mientras se recargaba en la pared cercana al área de los aposentos de su familia. Su puerco se sentó frente a él, ladeando levemente su cabeza, quizá igual de confundido qué su dueño.
El moreno no le había dejado de seguir mientras hacía sus deberes, manteniendo una distancia apropiada y un torturoso silencio, esta de más decir que eso le volvió un poco loco, sintiéndose torpe y ridículamente avergonzado, como si ubiese pecado de alguna forma.
Juan encontró consuelo al pensar que simplemente había sido una casualidad, una bastante rara e incluso algo incómoda.
El pensamiento se esfumó dos días después, cuando en medio de su rutina nuevamente sintió la presencia del moreno. ¿Quizá era otra casualidad? No, no lo era.
Cualquier excusas ya no era valida cuando la presencia del varón al momento de realizar sus tareas se volvía rutinaria. Juan siempre estaba nervioso, el simple saludo por formalidad le dejaba indefenso el resto del día, saboreando cada vez su voz, soñandole con más fuerza, con más deseó.
¿El de cabello negro acaso tenía idea de lo que provocaba en el? Seguramente no, no tenía ni idea.
Juan comenzaba a sentirse tentado en preguntar que es lo que quería, el porque lo acompañaba en todo momento, porque simplemente se quedaba mirándole de aquella forma.
— ¿Siempre usas la misma ropa? ¿No tenés otra? — le repentina voz neutra del varón le provocó un espasmo repentino por todo el cuerpo.
Oh. Por. Dios.
Juan casi se atraganta con su propia saliba, procesando el momento. Era la primera vez que le decía algo más que los buenos días, su acento, que apenas podía notar antes, se presentaba ante el de forma brillante, haciendo su cuerpo vibrar.
Juan se sentía extasiado.
— ¿Perdona? — balbuceo tímidamente, llevando por primera vez en todo el día su mirada hacía el pelinegro.
— Perdonado.
La forma en la que fruncio su entre cejó divirtió al más alto, quien soltó una ligera risa. El corazón del castaño fue atacado al escucharle, haciendo que un sonrojo se apoderada de su rostro debido a la pena.
— No se que es tan gracioso. — había murmurado, abultando sus labios, formando un puchero.
— Nada en especial. — la voz ajena parecía relajada, el hombre le sonría con amabilidad, atacando su sistema nervioso de una forma casi ilegal. — Me llamó Spreen.
"Spreen", Juan podía saborear cada letra de su nombre.
— Juan. — respondió de vuelta, un poco tímido ante el prolongado contacto visual. Lamió sus labios, nervioso, moviendo su vista hacía un costado para no ver el apuesto rostro de Spreen por más tiempo.
— Un gusto, Juan.
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¹Al sonido que hacen los cerdos se les llama gruñido, así que lo llamaré de esa forma cada que puerco haga " oink oink".