Alira me sujeta del brazo con firmeza, aunque no de manera brusca, y me guía a través del frío y oscuro castillo. Su paso es rápido y seguro; el mío, torpe y dubitativo. Mis zapatos apenas logran hacer ruido en el suelo de piedra, pero el eco de cada paso resuena a mi alrededor, acentuando la inmensidad del lugar. El silencio solo es roto por el crujido de alguna puerta en la distancia o el murmullo del viento, que se cuela por las grietas de los muros como una presencia viva. Es como si cada piedra, cada sombra, estuviera observándome.
A cada esquina que doblamos, siento un vacío en el estómago. Mi piel está erizada, y una sensación de irrealidad me envuelve. Me pregunto si estoy soñando, atrapada en alguna clase de pesadilla de la que no puedo despertar. Todo esto —el aire denso y pesado, los muros opresivos, el rojo en el cielo— parece tan surrealista que no puedo evitar sentir que no estoy realmente aquí, sino en algún tipo de visión que me retuerce el estómago. Intento tranquilizarme, respirar profundo, pero el miedo no desaparece.
Alira me lanza una mirada de soslayo, sin detenerse. La siento evaluando cada reacción, cada movimiento. Hay algo en su forma de observarme que me hace sentir vulnerable, casi como si estuviera desnuda bajo su escrutinio. La forma en que camina, tan silenciosa y decidida, me da a entender que ella sabe mucho más de lo que revela. La sigo en silencio, tragando las preguntas que se arremolinan en mi mente, temiendo que cualquier duda que exprese revele una debilidad que no quiero que note.
Finalmente, llegamos a una gran sala de comedor. A la vista de un lugar donde otros comen y conversan, me siento algo más a salvo, aunque apenas reconozco a las figuras sentadas alrededor de la mesa larga y oscura. Alira me indica que me siente, y cuando lo hago, noto que todos me observan, cada uno con una intensidad y curiosidad que me inquietan. Siento sus ojos, afilados y profundos, como si intentaran descifrar cada rincón de mi alma.
Una mujer alta, de piel tan pálida que casi parece traslúcida, se inclina hacia mí desde el otro lado de la mesa. Su sonrisa es inquietante; parece amable a primera vista, pero algo en ella resulta insidioso, como si sus ojos estuvieran evaluando lo que ven, juzgándome en silencio. Otro hombre, con una cicatriz gruesa cruzándole el rostro, se apoya en la mesa con aire de suficiencia, sus ojos oscuros clavados en mí. Los murmullos entre ellos parecen ocultar algo, algún secreto que no logro entender. Intento mirarlos de reojo, intentando no llamar más la atención de la necesaria.
Mis manos tiemblan al acercarme el plato que han puesto frente a mí. No reconozco el guiso oscuro que contiene, y el olor me resulta extraño, pero el hambre y la presión de sus miradas me obligan a probar un bocado. El sabor terroso se desliza por mi garganta como si estuviera consumiendo algo muy antiguo, y mi estómago protesta, aunque logro mantener una expresión neutral. Todo aquí se siente denso, cargado de algo que no logro descifrar.
Tras un rato de incomodidad, Alira me da una señal para que la siga nuevamente. Me siento aliviada de dejar atrás esas miradas inquisitivas, aunque el aire en los pasillos no me tranquiliza. A medida que avanzamos por los corredores, siento que el peso del castillo se vuelve más opresivo, como si las paredes se acercaran a nosotros. Alira me lleva por un tramo de escaleras, girando en rincones oscuros hasta que finalmente nos detenemos frente a una puerta de madera pesada.
- Esta será tu habitación - dice abriendo la puerta y dejando que entre.
Me quedo inmóvil en el umbral por un momento, mirándola y luego al interior de la habitación, casi sin atreverme a cruzar la entrada.
La habitación es austera, apenas iluminada por la luz que se filtra desde una única ventana angosta en la pared. Las paredes son de piedra cruda, sin decoración alguna. Hay una cama simple, de madera oscura, con sábanas grisáceas que parecen hechas de un material áspero, y una manta pesada. Al pie de la cama hay un baúl viejo, y junto a la pared una pequeña mesa con una vela, cuya llama parpadea, proyectando sombras largas y temblorosas por toda la estancia. Hay un jarrón de cerámica con agua en una esquina, y un banco de madera que parece haber estado aquí por siglos.
- Descansa - aconseja en un tono que suena más como una orden que como una sugerencia - Mañana empezaremos con tu entrenamiento. Necesitarás toda la energía posible para enfrentarte a lo que te espera aquí.
Asiento, incapaz de protestar. Antes de salir, Alira me dedica una última mirada, una mezcla de interés y algo más que no puedo identificar. Cuando cierra la puerta tras de sí, me encuentro sola en la habitación, envuelta en el eco de mi propia respiración.
Me dejo caer en la cama, demasiado agotada para preocuparme por la dureza del colchón o el frío de la habitación. Cierro los ojos y trato de calmar mi mente, aunque la confusión y el temor laten en mi pecho. Este lugar… no puedo decidir si estoy soñando o si de verdad estoy atrapada en algún tipo de mundo desconocido. Todo esto es demasiado extraño para ser real, y sin embargo, no puedo escapar de la certeza de que estoy en peligro.
Abrazo la manta, que apenas proporciona calor, y trato de respirar profundamente. Mi mente está llena de los rostros que he visto hoy, de sus miradas extrañas y sus sonrisas incómodas, de las preguntas sin respuesta que este lugar me arroja. No sé qué clase de lugar es Atrea, ni quiénes son las personas que viven aquí… pero estoy segura de que no son normales. Y si quiero sobrevivir, tendré que aprender a entender este mundo, sin importar lo oscuro y extraño que sea.
Me acurruco en la cama, deseando que el sueño me lleve lejos de aquí aunque sea por un momento. Pero incluso con los ojos cerrados, siento que la habitación me observa en silencio, y un escalofrío me recorre la espalda.
A la mañana siguiente, Alira entra a la habitación, despertándome con un toque suave pero firme en el hombro. Su rostro, frío y enigmático, parece inmutable mientras me observa desperezarme, todavía aturdida. Me estiro, sacudiéndome el frío de la noche, y me esfuerzo por recordar dónde estoy y por qué.
- Levántate. Hoy tenemos mucho que hacer - ordena, y aunque su tono sigue siendo autoritario, hay una cierta suavidad en sus palabras.
Me levanto, frotándome los ojos, y apenas tengo tiempo para cambiarme antes de que Alira me guíe fuera de la habitación y por los fríos pasillos del castillo.
Finalmente, llegamos a un balcón elevado que da al vasto paisaje de Atrea. Desde aquí, el mundo parece interminable y sombrío, con campos y montañas teñidas de tonos oscuros bajo el cielo rojo. Alira se coloca junto a mí y, sin apartar la mirada del horizonte, empieza a hablar.
- Atrea no es como tu mundo, Anara - comienza, con una voz que parece flotar sobre el viento - Aquí, la magia y la tierra están unidas. Lo que tú percibes como extraño y sobrenatural es parte de la esencia misma de este lugar -
- La magia…? - repito, tratando de procesar sus palabras.
Alira asiente, sus ojos todavía fijos en el horizonte.
- Sí. Aquí, la magia es un recurso, un poder que fluye en todo lo que ves. Pero es caprichosa y peligrosa. No todos los que habitan Atrea tienen la capacidad de manipularla sin sufrir consecuencias… y mucho menos tú, que vienes de otro mundo - Me lanza una mirada de advertencia, como si sospechara que podría intentar algo imprudente.
- Entonces… ¿cómo voy a sobrevivir? - pregunto en un susurro, sintiendo que el miedo se enreda en mi voz.
Alira me mira y una sonrisa apenas perceptible se asoma en su rostro.
- Observando. Y escuchando a quienes saben más que tú - responde, con un tono que me hace sentir como una niña torpe - Yo seré tu guía en esto, pero necesitarás algo más: coraje y… discreción. Este lugar puede romper a los débiles de mente y consumir a los imprudentes.
Miro hacia abajo, sintiendo el peso de sus palabras.
- ¿Y qué hay de… las personas aquí? Parecen… distintos.
- Son diferentes, Anara. La gente de Atrea no es como los humanos de tu mundo - dice, midiendo cada palabra.