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𝘌𝘔𝘗𝘌𝘙𝘈𝘋𝘖𝘙 𝘎𝘌𝘛𝘈
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Envuelvo el rollo de papiro que últimamente ha estado en mis manos, y lo dejo sobre las sábanas de lino que me arropan cada noche. Al lado, se encuentra la toga púrpura que usaré esta tarde.

Mi hermano; El Emperador Caracalla, encuentra muy necesario festejar los triunfos del general Acacius. Es por ello que ha ordenado a los sirvientes preparar uno de los mejores banquetes nunca antes hechos, también tendrán que conseguir los mejores vinos, y por supuesto, a las mujeres más hermosas de todo nuestro imperio.

Caracalla además de ser cruel y tiránico, también es divertido. Sin embargo, a pesar de que compartimos aquella cualidad, y algunos pensamientos u opiniones, nuestra relación se ha visto afectada durante los últimos meses.

Él desea tener a toda Roma a sus pies, y no le importan los medios que use ni mucho menos las consecuencias a las que puede enfrentarse en un futuro. No soy quién para juzgarlo, pues todos hemos soñado poder gobernar el imperio romano, y aunque mi brutalidad es menor a la de mi hermano, pienso que juntos podemos alcanzar más rápido el propósito de convertirnos en los únicos emperadores de estas tierras.

El sol está a punto de agazaparse en el oeste, iluminando el cielo con sus últimos rayos que pintan los bordes de las nubes con tonos rosas y naranjas. Es un espectáculo que siempre he disfrutado, casi igual que los combates en los anfiteatros de la región.

Entramos por la puerta principal del hogar de Macrinus, a quién hace poco nombraron prefecto del pretorio. Los vestidos dorados y elegantes de las mujeres que acompañan a los magistrados se roban mi atención, al igual que el trío de flautistas que se encuentra sobre una tarima. El general Acacius viene de la mano de su esposa Lucila y está siendo felicitado por la victoria de hace unos días. Por otro lado, mi hermano y yo estamos ansiosos por entregarnos a los más vergonzosos placeres eróticos.

—Emperador Geta, Emperador Caracalla, sean bienvenidos —dice Macrinus mientras hace una reverencia.
—Son libres de hacer lo que les venga en gana, como siempre, ¿no es así? —suelta una carcajada estruendosa y que nos incita a hacer lo mismo.

—¿Qué tienes para nosotros? —pregunta mi hermano, su ceja izquierda está levantada. —Mi hermano y yo, estamos sedientos, y sobretodo hambrientos —relame sus labios, Macrinus posa su mano en su hombro izquierdo y palmea un par de veces.

—Por aquí encontrarán los mejores vinos —señala una pequeña habitación. —Y por allá, se encuentran los banquetes más apetecibles de todo Roma —ahora apunta hacia una habitación con una gran puerta de color café.

—¿Qué quieres hacer primero, hermanito? —sonrío y muerdo el interior de mi mejilla.

—¿Qué les impide hacer ambas cosas? —Caracalla me mira ante la tentadora pregunta de Macrinus.
—Vayan, ahí encontrarán todo lo necesario para divertirse —nos guiña y estira sus manos con dirección a aquella puerta.

Caracalla entra primero, le sigo y rápidamente mis fosas nasales se inundan del olor peculiar que emana el opio. Hay siete mujeres, y todas llevan puesta aquella túnica blanca y traslúcida, excepto una. Su túnica es negra y tiene detalles dorados alrededor de su pequeña cintura, ladeo mi cabeza hacia la derecha mientras observo cada parte de su cuerpo. Agradezco que su túnica esté hecha de la misma tela que las otras, permitiéndome contemplar lo que hay debajo sin necesidad de desnudarla.

Su piel es tan blanca como la leche, provocando que los hematomas y los rasguños que hay en ella sean más visibles. Me maldigo por no ser el autor de todas esas marcas. Sus pechos voluminosos y sus pezones rosados me aceleran el ritmo cardíaco, me percato de que su pecho izquierdo es un poco más grande que el otro, sin embargo, eso no me quita las ganas de estar entre sus grandes y tonificadas piernas.

LA CELDA ESCARLATADonde viven las historias. Descúbrelo ahora