2. El editor

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La primera noche en Chiloé no dormí bien, ni siquiera cuando dejé de llorar. El ruido constante de la lluvia y el viento sobre el techo tampoco ayudaron mucho.

Me tapé la cabeza con el viejo y descolorido cubrecamas, que planeaba cambiar igual que las cortinas, y luego añadí la almohada, pero no conseguí conciliar el sueño antes de medianoche, cuando al fin la lluvia se convirtió en una fina llovizna.

A la mañana siguiente, lo único que veía a través de la ventana era una densa niebla y algunos árboles.

El desayuno con papá, al menos, se desarrolló en silencio. Me deseó suerte en mi primer día y la agradecí, aún sabiendo que las esperanzas eran vagas. De hecho, la buena suerte acostumbraba a esquivarme.

Él se fue primero, directo a la comisaría, que era su esposa y su familia.

Examiné la cocina después de que se fuera, todavía sentada en una de las tres sillas, ninguna de ellas a juego, junto a la vieja mesa cuadrada de roble. La cocina era pequeña, con paneles oscuros en las paredes, armarios amarillo chillón y un suelo de linóleo blanco. Nada había cambiado. Mi madre había pintado los armarios con la esperanza de introducir un poco de luz solar en la casa.

Había una hilera de fotos en la pared del living, que colindaba con la cocina y era del tamaño de una caja de zapatos. La primera foto era del matrimonio, y luego la que nos tomó a los tres una amable enfermera del hospital donde nací, seguida por una sucesión de mis fotografías escolares que le enviábamos a papá desde Santiago.

Verlas me resultaba muy desalentador. Era imposible estar allí y no darse cuenta de que papá no se había recuperado de la partida de mi madre.

Eso me hizo sentir incómoda.

No quería llegar demasiado pronto al trabajo, pero no podía estar en la casa un segundo más, por lo que me puse el anorak rojo, encima de mis jeans negros ajustados, un suéter de lana también negro y me encaminé hacia la llovizna.

Aún chispeaba, pero no lo suficiente para que me mojara mientras buscaba la llave de la casa, que siempre estaba escondida bajo la maceta que había junto a la puerta, para dejar cerrado.

El ruido de mis botines negros con plataforma era enervante. Añoraba el silencio de caminar por el pulcro cemento en la ciudad. No pude detenerme a admirar de nuevo la camioneta, como deseaba, y me apresuré a escapar de la húmeda neblina que se arremolinaba sobre mi cabeza y me agarraba el pelo, el cual había planchado cuidadosamente esta mañana.

Dentro estaba cómoda y cubierta. Era obvio que papá o Lautaro lo habían limpiado, pero la tapicería café de los asientos aún olía tenuemente a tabaco, gasolina y menta.

Por suerte prendió a la primera, un gran alivio por mi parte, aunque en medio de un gran estruendo, y luego hizo mucho ruido mientras retrocedía para dar la vuelta y salir. Bueno... una camioneta tan vieja tenía que tener algún defecto.

La radio funcionaba, inesperado, busqué una emisora de noticias y la dejé andando en el camino, para llegar aunque fuera mínimamente informada a la redacción. Aunque mi mente había estado lejos los últimos días.

Fue fácil localizar El Crepúsculo, pese a no haber estado ahí antes. El edificio de tres pisos no estaba tan a la costa, pero alcanzaba a ver el mar desde allí. La fachada era una casa antigua, de las que no están sobre el agua y tienen aspecto europeo, como muchas construcciones más al sur de Chile. La pintura blanca comenzaba a descascararse por la humedad y el techo de madera oscura no se veía muy confiable si había algún temporal, a mí parecer.

Pero estaba demasiado tranquilo para mí, ¿dónde quedó el ambiente de prensa? Ese ímpetu por hacer todo rápido, el estrés, el olor a café, a cigarro, a competencia, y la inevitable ansiedad creciente en el estómago de todos.

F R Í O  Y  S A N G R E  (Pedro Pascal Fanfic)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora