Sergio

25 6 0
                                    




Después de completar y firmar todos los papeles, volvimos a la camioneta. Esa vez, Max y yo caminamos tomados del brazo. Cruzamos la calle y volvimos al lugar donde Antonio había estacionado. Max estaba callado y parecía desanimado, pero sabía bien que no era porque se hubiera amansado. Se veía resignado, tal vez, pero no amansado.

Yo mismo le abrí la puerta, y él se subió al asiento trasero sin siquiera mirar atrás. "Tal vez esto funcione, después de todo", pensé mientras daba la vuelta a la camioneta para subir.

—¿Qué fue eso? —preguntó Paola, parada junto al vehículo, con la mano apoyada sobre la manija de la puerta.

La fulminé con la mirada.

—Me casé —le respondí, como si fuera lela—. Firmaste en la parte de testigos, no sé si te acuerdas.

Paola tenía ganas de golpearme, se notaba, y le sonreí de oreja a oreja.

—Vaya beso que se dieron —dijo.

Tenía razón, pero no pensaba admitirlo frente a ella. O frente a nadie, la verdad.

—No fue nada —respondí.

Mi hermana resopló.

—Para ser nada, fue bastante intenso.

—Cierra la boca —mascullé y abrí la puerta. Max giró la cabeza para mirarme cuando me senté junto a él—. Ahora vamos a ir a mi casa —le dije— y te presentaré a mi padre.

Max se estremeció. No podía culparlo por reaccionar así, pero tenía que hacerle entender a qué se iba a enfrentar.

—No puedes mostrar miedo —le dije—. Cuando conozcas a mi padre, conserva la calma y, si él te habla, puedes responderle, pero si no...

—¿Me quedo callado? —me preguntó, mirándome con una ceja levantada.

"Vamos a tener que hacer algo con ese tonito", pensé. Max tenía la misma actitud que yo cuando era chico, la actitud que me había valido una fractura de nariz y muchos golpes en el mentón y, si bien Padre no habría sido capaz de golpear a un hombre frente a todos, tenía otros modos de disciplinar a los que le faltaban el respeto.

—Exacto —respondí—. Mi padre tiene una idea muy tradicional de cuál es el lugar de la pareja y, como mi esposo, hay ciertas expectativas que tendrás que cumplir. —Max tragó saliva. Parecía a punto de vomitar—. Si vas a llorar, mejor que sea ahora. No hace falta que te muestres feliz frente a él, pero tampoco puedes quebrarte.

Al oírme, se le llenaron los ojos de lágrimas, pero no lloró.

—Si a tu padre no le agrado, ¿me matará?

Sentí revivir esa oscuridad que se me había despertado en el pecho al besarnos. Nadie me lo iba a arrebatar. Nadie tocaba lo que era mío.

—Ahora estás bajo mi protección —le aseguré—. Lastimarte sería declarar la guerra.

Max soltó un quejido angustiado.

—¿Aunque sea tu padre?

—Mi padre tiene su honor —acotó Antonio desde adelante—. No puedes causarle un daño permanente al esposo de otro hombre.

Una risita histérica brotó de los labios de Max.

—"Daño permanente" —repitió con ironía.

Le apoyé un dedo bajo el mentón y lo obligué a mirarme.

—Nadie te va a tocar.

Max asintió y, después de eso, se quedó callado. Traté de mirar por la ventana, de distraerme mirando el paisaje, pero, a cada rato, mi mirada volvía a él. Mi esposo. El día anterior, la idea de casarme me parecía espantosa, y buena parte de mí aún le guardaba rencor a Padre por haberme obligado a hacerlo. No obstante, cuando miraba a Max, deseaba sentir más su sabor. Deseaba saber cómo se veía acostado en mi cama. La llegada al puesto de seguridad del complejo interrumpió mis pensamientos.

El heredero implacableDonde viven las historias. Descúbrelo ahora