El empresario era atractivo. Cuando me entregó el sobre en el Club Eliseo, miró a su alrededor antes de posar los ojos sobre mí. Me sostuvo la mirada y vi un incendio. Fuego.
«Si tan solo no tuviera un millón de cosas que hacer...», pensé. Hubiera sido una linda distracción. Mientras él me daba un discurso sobre la empresa para la que trabajaba, me di vuelta; ya estaba pensando en mi próxima tarea. De pronto, oí un clic casi imperceptible a mis espaldas, y algo chocó contra mí y me derribó.
Escuché gritos. Me agarré del cuerpo que estaba encima del mío, giré y quedé cara a cara con él, que me observaba entre sorprendido y asustado.
—¿Qué carajo estás haciendo? —mascullé.
Temblando, señaló la barra.
—¡Trataron de dispararte!Antes de que pudiera preguntarle nada más, la puerta de la discoteca se abrió de par en par y se desató un infierno. Escuchaba los disparos sobre mi cabeza; las balas salían una tras otra y a toda velocidad. Por encima del sonido de las balas abollando los detalles metálicos de la discoteca, escuchaba a mis hombres gritando y a mi hermano menor, Antonio, ladrando órdenes. Maldito Antonio. No me iba a dejar pasar que un empresario hubiera reaccionado más rápido que yo.
Metí la mano en el bolsillo de mi chaqueta para agarrar mi pistola, todavía en su funda, y me puse de pie. Apunté y empecé a dispararle al desgraciado que estaba detrás de la barra. Él no se esperaba que yo reaccionara tan rápido, y uno de mis disparos se alojó en su pecho. Su camisa blanca se tiñó de sangre y el tipo cayó hacia atrás, donde estaban los estantes llenos de bebidas alcohólicas; se rompieron varias botellas y otras tantas cayeron al piso, y él se desplomó sobre un charco de whisky caro.
Giré rápidamente y empecé a dispararles a los hombres que estaban tratando de entrar. Me zumbaban los oídos.
—¿En cuánto viene la policía? —le grité a Antonio.
Estábamos en una de las calles más transitadas de Ciudad de México, así que era imposible que nadie hubiera llamado a la policía. Por suerte, siempre nos avisaban cuando estaban en camino. Antonio echó un vistazo a su reloj inteligente y leyó sus mensajes.
—En menos de diez minutos.
Mierda. No íbamos a tener tiempo de deshacernos de los cuerpos. En mi cabeza, agregué otro cero a la "donación" que le mandábamos todos los meses al Departamento de Policía de Ciudad de México.
—¿Estos son los hombres de Luis Rojas? —preguntó Antonio.
Sin responderle, seguí disparando y las paredes se salpicaron de carmesí. La habitación se llenó de olor a pólvora y metal, y del sonido de hombres gruñendo y muriendo.
—¿Sergio?
Uno de los hombres agarró del cuello a Esteban, mi segundo al mando, así que fui hacia él, lo sujeté del pelo grasoso y le metí un disparo en el ojo derecho. El hombre cayó al piso con un ruido sordo.
—No sé. Agarra a alguno que siga vivo.
La balacera se detuvo y Antonio miró la carnicería a nuestro alrededor. Soltó un insulto y dijo:
—Haré lo que pueda.Luego, se abrió paso entre los cuerpos de los hombres que habían entrado y encontró a dos que todavía estaban conscientes. Él y Esteban los arrastraron por el piso de la discoteca y los arrojaron a mis pies. Uno de los hombres era joven, debía tener veinte años como mucho, y estaba sangrando porque tenía un corte bastante feo en la cabeza. Aunque le habían pegado un culatazo en la cara, se mantenía estoico, sin revelar nada.
—¿Quién te mandó aquí? —le pregunté. En respuesta, solo apretó la mandíbula, así que le apoyé la pistola en la sien—. Dímelo y te dejaré vivir.
—Si no me matas tú —masculló—, igual tengo los días contados cuando vuelva. Pase lo que pase, voy a morir, así que prefiero morir siendo leal.
Volteé a mirar al otro hombre, que era bastante más grande y ya estaba sollozando. Apestaba a orina. Qué patético.
—¿Y tú? —le pregunté—. ¿Opinas lo mismo que él?
El hombre negó con la cabeza e inhaló, tembloroso.
—Nos mandó Luis Rojas.—¡Traidor! —exclamó el muchacho, y le escupió el rostro.
Apoyé el cañón del arma bajo el mentón del hombre y lo obligué a mirarme.
—¿Por qué los mandaron?Él negó con la cabeza.
—No sé —prácticamente gimió. Estaba temblando—. Jos no nos dijo por qué. Solo nos dijo que le lleváramos pruebas de que estabas muerto.—¿Luis Rojas me quiere muerto? —Le saqué el cargador al arma; tenía una última bala. «Solo hace falta un mensajero para dar un mensaje», pensé.
—Dile a tu jefe que su plan es una mierda y que va a tener noticias mías.
Le apunté al chico en la cabeza, vi la furia en su mirada, y luego moví el cañón hacia su compañero y apreté el gatillo. Se le sacudió la cabeza y escuché un chillido detrás de él. Cuando cayó al piso, vi al empresario. Tenía la cara salpicada de sangre y sesos, lo que hacía parecer más oscuro su pelo castaño claro. No tenía sentido que se viera tan digno, sobre todo considerando que estaba aterrado y cubierto de sangre. Tembló un poco y levantó la mano para tocarse la boca, y mi mirada fue directo a sus labios carnosos. Estaban de color carmesí, como si se hubiera mordido del miedo.
Cuando nuestros ojos se encontraron, predije el grito antes de que escapara de sus labios. ¿Ese hombre debilucho me había salvado del primer disparo? Sentí una oleada de furia y pasé por encima del cuerpo del hombre. El empresario trató de ponerse de pie, pero chocó contra la barra y casi tira una banqueta. La agarré del brazo y, de un tirón, lo hice levantarse.
Él chilló de miedo y trató de alejarse, pero le puse el cañón de la pistola bajo el mentón.
—Yo no haría eso si fuera tú.Sus ojos, de un color azul cristalino, me miraron llenos de terror.
«Mejor», pensé. «Más le vale estar asustado».—Por favor —murmuró, prácticamente susurró—. Por favor, no...
Le apoyé el arma más fuerte sobre la piel.
—Dame un motivo para no hacerlo —le dije, casi canturreando—. Dime que tú no eras parte de este plancito. Que no te echaste atrás a último minuto como un cobarde de mierda. —Me acerqué y sentí su aroma dulce debajo de la sangre pegoteada en su piel—. Hubiera sido mejor para ti dejar que él me matara.De repente, se le desenfocó la mirada y puso los ojos en blanco. Suspiré cuando se desmayó y quedó inerte, un peso muerto entre mis manos, y contemplé la posibilidad de dejarlo caer al piso.
—¿Qué hacemos con él? —me preguntó Antonio.
Lo más sencillo hubiera sido matarlo y deshacernos del cuerpo... pero me había salvado la vida, y mis hombres lo habían presenciado. Estaba en deuda con él... o sea que estaba jodido.
—Tengo que hablar con Padre.
Antonio asintió y se cargó al empresario al hombro.
—Tenemos que irnos antes de que venga la policía. Esteban puede quedarse a limpiar —dijo.Miré a mi segundo al mando.
—Yo me encargo, jefe —me aseguró.
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El heredero implacable
Ficción GeneralUna adaptación del libro El heredero implacable al chestappen, de la autora Bella Ash. para ella todos los creditos