1.El Silencio en la Mesa

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El comedor estaba tan silencioso que podía escuchar mi propia respiración. La luz del atardecer se colaba por las cortinas, tiñendo la mesa de tonos cálidos que no lograban calentar la atmósfera entre nosotros. Allí estábamos los tres, sentados en esa mesa que parecía siempre demasiado grande, como si estuviera hecha para una familia más feliz.

Yo, Gabriel, aunque todos me llaman Gaby, tenía el mismo plato frente a mí que todas las noches: pescado. Siempre pescado. Y algo más, como arroz o verduras, pero nunca carne. Esa regla era inquebrantable en mi casa. Según mi padre, los hombres comemos pescado, y las mujeres, carne. Así debía ser, y punto.

A mis diecinueve años, ya estaba acostumbrado a seguir las normas de mi padre sin cuestionarlas. Era lo más fácil. Mi madre, Selena, siempre decía que evitar conflictos era mejor que ganar argumentos. Esa noche algo cambió. No sé si era el hastío de las vacaciones que terminaban o la monotonía de saber qué cenaría cada día de mi vida. Tal vez simplemente necesitaba saber a qué sabía.

Miré a mi madre, quien estaba ensimismada cortando su carne en trozos pequeños. Ella siempre me daba esa sensación de calidez, como si pudiera contarle cualquier cosa sin miedo a ser juzgado. Así que lo dije, sin pensarlo mucho.

—¿Puedo probar un poco de carne? —pregunté, intentando que sonara casual.

Mi madre levantó la cabeza, sorprendida. Vi cómo sus labios se separaron apenas, quizás para decir que sí, pero no llegó a pronunciar palabra.

Un golpe en la mesa me sobresaltó.

El ruido me dejó clavado en la silla, y mi mirada saltó automáticamente hacia mi padre. Roberto Hernández Castillo. Ahí estaba, con su rostro endurecido y sus ojos que parecían capaces de atravesarte. Mi padre nunca gritaba sin razón, pero cuando lo hacía, cada palabra te golpeaba más fuerte que un puñetazo.

—¿Qué demonios te pasa? —rugió, y sentí cómo su voz llenaba todo el comedor—. ¿Te crees hijo de un carnicero? Para que lo sepas, yo soy mecánico. Los hombres comemos pescado, y las mujeres, carne. Así ha sido siempre, así será y así va a ser. ¿Qué parte de eso no entiendes?

Me quedé mudo. Cada vez que me miraba así, sentía como si un cubo de agua fría me cayera encima. Mi madre intentó intervenir, como siempre.

—Roberto, no es para tanto. Solo fue una pregunta —dijo en ese tono dulce que a veces lograba calmarlo, pero no esta vez.

Mi padre solo resopló, regresó su atención al plato y continuó cenando como si nada hubiera pasado. Pero el ambiente ya estaba arruinado. El silencio regresó, pesado, incómodo, casi insoportable.

Esa noche terminé mi cena rápidamente, sin ganas de probar bocado. El pescado, que ya de por sí nunca había sido mi comida favorita, ahora sabía más insípido que nunca.

Cuando terminé de cenar, subí a mi habitación, cerré la puerta y me tiré en la cama. Miré el techo, perdido en mis pensamientos. La idea de probar carne se había instalado en mi cabeza como una melodía pegajosa. ¿Por qué era tan importante? ¿Por qué mi padre lo veía como algo tan grave?

No era solo por la carne. Era por todo. Por las normas absurdas que se aplicaban sin explicación. Por esa sensación constante de que no podía decidir nada en mi vida. ¿Qué tan malo podía ser probar algo diferente, algo que se saliera del guion?

Intenté apartar esos pensamientos.
Al día siguiente volvía al trabajo en la tienda. Era una tienda de barrio, pequeña, de esas que venden de todo un poco. Trabajar allí no era el sueño de mi vida, pero al menos me alejaba de la tensión de casa. Amanda, mi compañera, siempre lograba que el tiempo se pasara rápido. Con ella podía ser yo mismo, o al menos una versión más relajada de mí.

¿Carne o Pescado?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora