Charles lo amaba. Amaba ese apodo.
"Señorito". Conoció esa palabra e instantáneamente se hizo su nueva favorita. La cantidad de veces que lo llamó de esa forma era incontable.
Pero simplemente amaba cuando lo llamaba "señorito".
Realmente anhelaba pretender que no lo hacía, no quería hacerlo. Deseaba pretender que no lo necesitaba tanto como lo hacía. Su mejor condición era también su peor condena.
Estaba prescrito; no podían estar juntos.
El mayor problema era que no podían dejarse tampoco. Ambos se necesitaban el uno al otro y cada roce, cada toque hacía aparecer una melodía en sus cuerpos.
Ooh, la-la-la.
Era de verdad, y por eso, ellos sabían que deberían estar corriendo, escapando de ahí, intentar dejar de sentir.
Esa noche era perfecta. Una fiesta a orillas del mar Mediterráneo. Ambos con algunas copas de alcohol en sus cuerpos escaparon de sus amigos y de su realidad hacia la playa juntos.
El cálido aire de verano y la humedad del mar y de lluvias anteriores creaban un ameno ambiente para pasar el rato. La música aún se escuchaba ligeramente; el reggaeton y el trap coronando la lista de canciones.
Carlos tenía sudor corriendo por su frente hasta antes de siquiera saber el nombre de aquel hermoso hombre que lo atrapó completamente. No importaba conseguir información cuando podía hacerlo después.
La luna de zafiro iluminaba las huellas de sus pies en la arena, donde bailaron por horas. Nadie supo lo que pasó. Un sutil recordatorio de dónde pertenecían. De lo que debían hacer los dos.
Las botellas de tequila los acompañaron hasta el amanecer, el alcohol en su sistema, inundándolo. Bailaron lenta y fuertemente, ambos perdidos en el otro. Estaba agarrando la delicada cintura de Charles, su cuerpo encajaba en sus manos. Y ese toque activaba la misma melodía.
Ooh, la-la-la...
— Muy bueno días, ¿en qué lo puedo ayudar hoy? — Dijo al día siguiente distraído. Su uniforme lo ahogaba mientras el calor no ayudaba.
— Hola, señorito. — Habló. La sorpresa e, inconscientemente, el pánico invadió el cuerpo del monegasco.