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El suicidio de Ella le dio alivio a todo el estado, a las familias de las víctimas y a las mujeres que encajaban en el patrón.

Menos a Spencer.

Spencer lloró como nunca había llorado; primero lloró de tristeza, al saber que la mujer que amaba ahora estaba muerta y que nunca jamás volvería a ver su rostro, sus ojos llenos de luz, que nunca más iba a volver a besar esos dulces labios que le acariciaban los propios cada mañana, que nunca más iba a acariciar su suave piel canela con las yemas de sus dedos, que nunca más iba a escuchar su voz cantando en las mañanas, o su risa en las tardes, o sus suaves gemidos cuando hacían el amor. Lloró al saber que jamás iba a volver a tenerla junto a él.

Después lloró de coraje, con el mismo, por haber amado de esa manera a la asesina de doce mujeres, por haberle hecho el amor a una sociópata disfuncional, por haber besado cada mañana a la cosa que perseguía cuando se iba a trabajar, por haber acariciado la suave piel del monstruo que dejaba un cuerpo frío cada mes a la luz de la luna, por haber sonreído cuando le decía un te amo, por haber contestado las llamadas, por haber secado las lágrimas, por haber sonreído con ella. Lloró de coraje por nunca haberse dado cuenta de que dormía con la persona que cazaba.

Lloró después de coraje con Ella, por haberle engañado, por ser tan lista como para ocultarse bajo la fachada de la novia perfecta e inocente, maldijo su presencia, maldijo la esencia que dejó en su casa, en su cama, entre las sabanas mojadas, maldijo cada rasgo de su rostro, maldijo la risa, la sonrisa, maldijo los labios que besaban su cuello, y la maldijo a Ella, por haberle tocado con las mismas manos con las que abría pechos y sacaba corazones, por haberle besado con los mismo labios que tocaban la sangre de las personas que juró proteger al entrar a la academia, y maldijo cada letra de su nombre, solo por maldecirla.

Lloró de impotencia, por haber sido tan ciego, por no haber sido capaz de construir un perfil que en realidad funcionara, por trabajar en patrones como una máquina, por no pensar más de lo necesario, por dejar que las pistas se enfriaran, por no trabajar más tiempo, por haber sucumbido en los brazos de Ella cada noche de cada día, dejando atrás los cuerpos y las miradas frías de cada chica que ella había matado, por haberse metido a Ella en el alma, de donde no la iba a poder sacar.

Lloró como nunca había llorado, y lloró por tantas cosas al mismo tiempo, lloró recordando cada fecha, en la que Ella había matado y después entraba a la casa como si nada ocurriera, como si la sangre de una mujer inocente no hubiera corrido por sus manos minutos antes de entrar por la puerta y recorrer su pecho con ellas. Su memoria eidética le obligó a recordar que cada noche en la que Ella mataba, llegaba a casa encendida en placer, llegaba y con sus besos le seducía, arrastrándole a la cama, arrancándole la ropa y haciéndole llegar al éxtasis de una manera en la que nunca pensó que alguien podría hacerle llegar, recordó que cada vez Ella susurraba las mismas palabras Eres mi rayo de Sol.

Y Spencer se odió, se odió a sí mismo como nunca lo había hecho, se odió y se castigó mentalmente por nunca haberse dado cuenta de que la persona con la que vivía y convivía, de que la persona a la que besaba cada mañana al despertar y cada noche al irse a dormir, de que la persona a la que acariciaba con vehemencia y a la cual besaba en cada espacio de su dulce y suave piel, de que la mujer que le enseño lo que es el amor físico, de que la persona que le mostró el placer de amar, de vivir, de sentir, de ser feliz, mentía.

Mentía. (SpencerReid)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora