Un día antes

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El mundo tenía dientes y podía morderte en cualquier momento. Mangel lo descubrió cuando tenía nueve años de edad. A las diez de una mañana de principios de junio estaba sentado en el asiento trasero del Dodge Caravan de su madre, vestido con su sudadera negra y blanco de entrenamiento de bateo de los Red Sox (el que llevaba Boston estampado en frente), y jugaba con Christine, su carrito. A las diez y media se había perdido en el bosque. A las once intentaba contener su terror, no pensar: Esto va en serio, esto va muy en serio. Intentaba no pensar que, en ocasiones, cuando la gente se perdía en el bosque salía gravemente perjudicada. A veces incluso moría.

Y todo porque necesitaba mear, pensó... aunque tampoco lo necesitaba con tanta urgencia, y en cualquier caso habría podido pedir a mamá y a Max que esperaran un minuto en el sendero, mientras hacía sus necesidades detrás de un árbol. Se estaban peleando una vez más, menuda sorpresa, y por eso se había quedado un poco rezagado, sin decir nada. Por eso se había alejado del sendero y ocultado tras unos arbustos altos. Necesitaba un respiro, así de sencillo. Estaba harto de oírles discutir, harto de fingir alegría y optimismo, a punto de gritar a su madre: «¡Deja que se vaya! Si tantas ganas tiene de volver a Madrid y vivir con papá, ¿por qué no le dejas? Si tuviera permiso, conduciría yo mismo, aunque sólo fuera para conseguir un poco de paz y tranquilidad.» Y después, ¿qué? ¿Qué diría su madre? Qué expresión aparecería en su cara? ¿Y en la de Max? Era mayor, estaba a punto de cumplir catorce años, y no era estúpido. ¿Por qué era tan cazurro? ¿Por qué no lo dejaba correr? «Corta el rollo», era lo que quería decirle (a los dos, en realidad), «cortad el rollo».
El divorcio se había sentenciado un año antes, y su madre había conseguido la custodia. Max había protestado largo y tendido cuando se trasladaron desde las afueras de Madrid al sur de Sevilla. En parte porque quería quedarse con papá, y ése era el argumento que siempre utilizaba para influir en mamá (algún instinto certero le decía que era lo más efectivo), pero Mangel sabía que no era el único motivo, ni siquiera el más importante. El verdadero motivo era que Max odiaba el instituto de Sevilla.
En Madrid se lo había montado muy bien. Se había erigido en líder del club de informática, como si fuera su reino particular. Tenía amigos... chiflados de los ordenadores, sí, pero formaron un grupo compacto y los chicos malos no les molestaban. En el instituto de Sevilla no había club de informática, y sólo había hecho un único amigo, Eddie Raynburn. En enero, Eddie se mudó, víctima también de una ruptura familiar. Eso convirtió a Max en un solitario, juguete de cualquiera. Peor aún, muchos chicos se reían de él. Le habían adjudicado un mote que detestaba: CompuMundo.
Casi todos los fines de semana, cuando Max y Mangel no iban a Madrid con su padre, su madre los sacaba de excursión. Se dedicaba a ello en cuerpo y alma, y si bien Mangel deseaba con todo su corazón que mamá se dejara de tonterías (las peores peleas tenían lugar durante estas salidas), sabía que no ocurriría. Stephenie Andersen (había recuperado su apellido de soltera, y Max no lo soportaba) poseía el coraje de sus convicciones.
La Senda de los Apalaches serpenteaba a través de la zona, en su camino hasta New Hampshire. Mamá, sentada a la mesa de la cocina la noche anterior, les había enseñado las fotos de un folleto. La mayoría mostraban a felices excursionistas caminando por una pista forestal o de pie ante grandiosas panorámicas, protegiéndose los ojos y contemplando, al otro lado de grandes valles boscosos, los picos erosionados por el tiempo, pero todavía impresionantes, de las White Mountains centrales.
Max estaba sentado a la mesa, con una expresión de mortal aburrimiento, y se negó a dedicar al folleto más de una mirada de soslayo. Por su parte, mamá había rehusado caer en la cuenta de su evidente falta de interés. Mangel, como era su costumbre cada vez más acentuada, se mostró de lo más entusiasmado.
Stephenie había dado vuelta al folleto. En la parte posterior había un plano. Dio golpecitos sobre una línea azul serpenteante.
-Ésta es la carretera 68 -dijo-. Dejaremos el coche aquí, en el aparcamiento -indicó un cuadradito azul. Recorrió con la uña otra línea roja serpenteante-. Ésta es la Senda de los Apalaches, entre la 68 y la 302, en North Conway, New Hampshire. Sólo son nueve kilómetros, señalados como «moderados». Bien... Esta pequeña sección de la mitad está descrita como «moderada-difícil», pero no será necesario llevar material de escalada.
Indicó otro cuadradito azul. Max miraba en dirección contraria, con la cabeza apoyada en una mano. La presión que ejercía su palma desfiguraba su boca, hasta el punto de imitar una mueca. Aquel año había empezado a desarrollar acné, y una colonia nueva cubría su frente. Mangel le quería, pero a veces (por ejemplo anoche, sentados a la mesa de la cocina, mientras mamá explicaba la ruta) también le odiaba. Tuvo ganas de decirle que dejara de ser un cobardica, porque así terminabas cuando escondías la cabeza como los avestruces, como decía papá. Max quería regresar a Madrid con su rabito adolescente entre las piernas porque era un cobardica. Pasaba de mamá, pasaba de Mangel, hasta pasaba de que estar con papá le beneficiara a la larga. Lo que preocupaba a Max era que alguien gritara siempre, cuando entraba en el aula después del primer aviso del timbre: «¡Eh, CompuMundo! ¿Cómo te ha ido, ermitaño?»
-Éste es el aparcamiento del que saldremos 6-había dicho mamá, sin darse cuenta de que Max no estaba mirando el plano, o al menos lo fingía-. Una camioneta aparece a eso de las tres. Nos trasladará de vuelta al coche. Dos horas después llegaremos a casa, y os llevaré al cine si no estáis demasiado cansados. ¿Qué os parece?
Max no había dicho nada anoche, pero habló bastante por la mañana, empezando con el desplazamiento desde Sanford. No quería hacerlo, le parecía una estupidez, además había oído que llovería más tarde, por qué debían pasar todo un sábado triscando por los bosques en la peor época del año en cuestión de insectos, qué pasaría si Mangel se metía entre zumaques venenosos (como si le importara), y así sucesivamente. Bla bla bla. Hasta tuvo la desfachatez de decir que quería quedarse en casa para estudiar, en vistas a los exámenes finales. Max jamás había estudiado un sábado en toda su vida, por lo que Mangel sabía. Al principio mamá no reaccionó, pero al final empezó a mosquearse. Max siempre conseguía sacarla de quicio, al final. Cuando llegaron al pequeño aparcamiento polvoriento de la carretera 68, los nudillos de mamá se habían puesto blancos debido a la fuerza con que aferraba el volante, y hablaba en un tono crispado que Mangel conocía muy bien. Mamá estaba a punto de estallar. Daba la impresión de que el paseo de nueve kilómetros por los bosques del oeste de Maine iba a resultar excesivamente largo.
Al principio Mangel intentó distraerles: expresó su admiración por los establos, los caballos que pastaban y los pintorescos cementerios, con su mejor tono de concursante televisiva, pero no le hicieron caso, y al cabo de un rato se quedó callado en el asiento trasero con Christine sobre su regazo (a su padre le gustaba llamarla Christine por la película) y la mochila al lado, mientras les oía discutir y se preguntaba si empezaría a chillar o enloquecería. ¿Las continuas trifulcas de la familia podían enloquecerte? Cuando su madre empezaba a masajearse las sienes no era porque tuviera jaqueca, sino porque intentaba evitar que su cerebro padeciera una combustión espontánea, una descompresión explosiva o algo por el estilo.
Para escapar de ellos, Mangel abrió la puerta de su fantasía favorita. Se quitó la gorra de los Red Sox y contempló la firma escrita sobre la visera con enérgicos trazos negros. Eso lo ayudaría a recuperar el buen humor. Contempló la gorra que le había regalado Rubén Doblas, su vecino de Sevilla con el cual se llevaba muy bien para ser un año mayor que Mangel.
Rubén sabía que Mangel amaba a los Red Sox y cuando él había ido a un partido de ellos, le había traído una gorra de recuerdo a Mangel.
Desde ese entonces Mangel no podía evitar tal atracción hacia Rubén (y a quién no le pasaría eso si alguien te trae algo autografiado de lo que más te gusta) y deseaba con todas su fuerzas que le besara, Mangel se moriría que le besara, aunque fuese en la mejilla igual se moriría.
Pero lo que no esperaba era que, lo que estaba a punto de pasar, lo pasaría con Rubén, su amor platónico. El mismo se había puesto el sobrenombre "el chico que amaba a Rubén Doblas".

El chico que amaba a Rubén Doblas  «Rubelangel»Donde viven las historias. Descúbrelo ahora