Pero a mi me gusta ésta... - replicó y ya no se discutió más, como de costumbre.
Cuando tenía la oportunidad de objetar sus decisiones, no dudaba dos veces, pero por esa vez decidí concederle el gusto. Allí comenzó todo.
La casa no estaba tan mal, de hecho era muy hermosa, acogedora, debía admitir que a mi también me cautivó.
Solo tenía un pequeño detalle: su incoherente precio. Era demasiado barata. Más que un buen negocio, olía a limosna interesada, digna de desconfianza. Pero la acepte, hechizada por su encanto.
Alguien una vez me lo advirtió:
Mira que se llueve. El techo está lleno de perforaciones, si observas bien, puede entrar cualquier bicho por ellos. Ni que hablar de las viejas y destartaladas cañerías, que han deteriorado poco a poco las paredes en su interior, ni siquiera sus cimientos están firmes, no te dejes engañar por la belleza superficial, lo barato sale caro.
Pero no escuchábamos, era tan bella.
En el fondo existía cierta represión. Un pequeño miedo infundado que yacía oculto en el fondo de mi inconsciente, pero ¿qué más daba? Yo tenía lo que quería y no me había costado tanto. Aún así, me preocupaba, y en algunas ocasiones se lo comentaba.
"Pero no tiene importancia", aquella frase tan familiar, fundadora de esperanzas y reparadora de sueños rotos. Remedio amargo a las noches de agobiante dolor, cuando se daba todo por perdido. Pero ¿sería aquella misma medicina el veneno mortal que nos consumiría?
La primera noche en la casa se presentó sin problemas. También la siguiente, y la siguiente a esa.
Muchas fueron las lunas que presenciaron el arte que se plasmaba tras las paredes de aquella casa, guarida de secretos, acogedora de aventuras, cómplice de risas nocturnas.
Llegó el invierno, el frío y la alegría comprometida, escondida solo en los corazones cálidos.
Pasaba el tiempo y la casa se mantenía, ya no con el mismo orden, ya no la misma limpieza, pero aún seguía siendo bonita. El brillo no era el mismo, pero lograba encender la casa, encendernos. Desgraciadamente, no siempre fue así.
Pero no importa" me repetía, "estamos juntos" me convencía. Era verdad, pero la resignación me estaba consumiendo. El moría y yo... lo seguía.
Una mañana al despertar, observé el techo. Horrorizada comprobé como unas pequeñas manchas negras de humedad comenzaban a ensuciar la blancura de la pintura.
Lo desperté, le alerté, pero no parecía importarle. En su somnoliento estado, se volteó y siguió durmiendo. Mi patrón común de comportamiento me sacudía y decía "¡Olvídate!", pero ya no le hacía tanto caso, no podía sacar esas imágenes de mi mente.
Pasaba el tiempo y éstas crecían cubriendo todo el techo y parte de la paredes.
El deterioro era tal, que de aquellos manchones comenzaban a brotar asquerosos hongos.
Él había intentado cubrirlos un par de veces con pintura, al sentir mi desesperado llanto por la noche, pero era cuestión de levantarse y contemplar como nada podía taparlos. Se estaban apoderando de todo, incluso de nosotros.
Él permanecía inmóvil, reaccionando vagamente ante mis lamentos, pero inmóvil al fin. Era exasperante y a la vez me relajaba.
La casa ya no me parecía una buena elección, ya no quería seguir estando allí, pero a él parecía gustarle. Aún lo hipnotizaba de forma enfermiza.
"Pero no importa" continuaba repitiendo, mientras retiraba la espumosa vegetación semejante a un extraño algodón verdoso y marrón, el cual comenzaba a cubrir todo los muebles de la casa y tapizar el suelo sin piedad.
"No importa, olvídalo" se decía atravesando con gran dificultad las densas capas de aquel asqueroso hongo, mientras se abría paso para llegar a mis brazos, con una débil sonrisa que apenas lograba curvar la comisura de sus labios, apagados y fríos, como sus ojos.
Yo ya no sentía su calor, la casa se estaba fermentando frente a mi.
No pasó mucho para que las paredes se tornaran de aquel material que todo había invadido. Había cubierto ventana y puertas, incluso el pase de luz.
Me sentía desorientada, las fuerzas solo me permitían quedarme a su lado. Pero quería huir.
El continuaba repitiendo aquella frase que resonaba como un eco entre mis oídos, acariciando mi cabello con una húmeda y esponjosa mano, carcomida por el moho. Comencé a sospechar que ya era parte de la pared.
¿Cómo no pude detenerlo? ¿Cómo pude dar el primer paso en la dirección equivocada?
Aquella tibia guarida, cargada de extraños vapores, cubierta en su totalidad por una repulsiva maraña de fermentados hongos, seguía siendo mi hogar.
Aprendimos a vivir con una mortífera intrusa, derivada de la muerte misma: la resignación. Aquella tan sutil e inoportuna que había logrado arrastrarme hasta ese punto, sin retorno.
Mis preguntas ocurrentes, y sus respuestas diluyentes nunca debieron formar parte de la misma conversación.
"No me parece, quizás no esté bien", "pero no importa". Allí estaba la causa fundadora.
Nuestra casa, si aún podía llamarla así, se había convertido en el escenario casi imprevisto de una tragedia.
Quizás la fuga de agua estuvo siempre a nuestro alcance, rápida y eficaz solución. No parecía ser una problema de mayor trascendencia, pero ahora lo sabía, lo que nos mató fue la humedad.