Prólogo

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Una niña morena, de unos doce años, observaba el burdo intento de alegrar la sombría plaza del Distrito 11, la cual –en condiciones normales– estaría completamente deshabitada, pero dado que era La Gira de la Victoria, estaba inusualmente llena, aunque no había ni la mitad de gente que conformaba el distrito.

La joven se colaba entre cuerpos sudorosos con el fin de llegar hacia la primera fila, para poder verla a ella. Sí, la chica de distrito pobre que había conseguido vencer, y traer a esta pobre población agrícola un pequeño halo de esperanza.

Katniss Everdeen, la Chica en Llamas.

El revuelo que su venida había traído había sido desmesurado, quizá exagerado, pero sobre todo tenso. Era obvio que había más agentes de la paz de lo normal –sorprendentemente– y que estaban más rudos y atentos de lo normal. Y todo por unas míseras bayas y un silbido de sinsajo.

La población del 11 vivía apresada, azotada diariamente y maltratada, una población hambrienta que no deseaba otra cosa que el fin del sufrimiento. Y esa joven arquera era lo que ellos estaban buscando, anhelando. La mismísima salvación.

No todos estaban demasiado de acuerdo con dicha afirmación, por supuesto. Una muchacha rubia observaba con desdén los susurros de sus conciudadanos y los látigos que llevaban enganchados a sus cinturones los agentes de la paz. Ella veía todo eso como una soberana estupidez, pero nadie quería oír las ideas de la alocada y completamente sádica Adalia Katrick.

Nueve años habían pasado desde sus juegos, y aún recordaba cada mínimo detalle de estos: la mirada vacía de los muertos, las lágrimas de Adamir, el mordisco del muto, el sacrificio de Kenai... Todo. Una y otra vez, como un disco rayado. Sufriendo noche tras noche, despertándose con el corazón a mil y con la sensación de tener los dedos manchados de sangre de nuevo.

Seria engañaros si os digo que Adalia lamentaba todas las muertes que había causado, puesto que el gen de matar corría por su sangre, por su apellido, pero su detestaba la idea de que otros se sintiesen como ella. Eso era crueldad, en efecto, y se sentía como un maldito juguete del Capitolio que le hacia sentir y hacer lo que a Snow le pareciese bien. Ella se hubiese rendido, por supuesto, sino fuese por él.

Sin embargo ahora Adalia Katrick, desde el escenario observando al gentío del 11, no importa. Katniss Everdeen va a hacer su puesta en escena. 

Dos familias aguantaban las lágrimas que llevaban derramando desde la cosecha. Dos familias trataban de superar la muerte de un hijo, un hermano, un amigo que Snow les había arrebatado y nadie les podía devolver. La Plataforma de los Caídos, como se conocía coloquialmente en el distrito, mostraba las imágenes de dos niños con sueños, esperanzas, dos niños inocentes encarcelados en un mundo sin posibilidades. Condenados a la muerte.

Rue y Thresh. Eran jóvenes, tal vez demasiado. No se merecían esto, aunque ninguno se me merecía absolutamente nada de lo ocurrido, ni siquiera la propia Katniss Everdeen.

Bueno, dejemos de hablar tanto de ella. Estos habían sido unos juegos demasiado "especiales" –por llamarlos de algún modo– y aún no hemos dicho nada acerca de que hubo dos vencedores. Sí, como lo oyes. Dos vencedores.

Peeta Mellark no era el prototipo de luchador experimentado –a pesar de su obvia fuerza física– ni tampoco el de un vencedor orgulloso. Solo un chico con mucha labia, lo que quizás lo haya salvado. Y gracias a esa labia y actuación, habían logrado salir ambos de la arena con una increíble historia de amor que había maravillado al público del Capitolio y bla bla bla. Los Trágicos Amantes del Distrito 12: unos enamorados con el fatal destino de coincidir en los juegos, y con el único propósito de protegerse el uno al otro.

Retorno: Los Vencedores. (Destino #2)  {Hunger Games Fanfic}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora