UNOS MESES ANTES. Dos cartas del Tarot

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  Allí estaba, en la esquina de siempre, sentada en el mismo taburete, envuelta en chillones harapos y custodiando una mesa sobre la cual ofrecía una rara y bastante inútil mercancía. Abel Lindes la vio al cruzar la calle y subieron hasta su garganta los mismos extraños sentimientos contradictorios que le provocaba la mujer desde que, hacia casi dos años, se instaló en aquel lugar de la ciudad: desazón ante su presencia y zozobra cuando imaginaba que algún día podría no estar allí.
  Ser testigo de la desaparición de edificios, calles, tiendecitas o personas sin nombre, pero para de su mundo, le producía una inquietud casi neurótica.
  Abel creía haberse acostumbrado a la soledad desde que su novia había hecho las maletas y dejado una breve nota de despedida sobre la mesa de la cocina, sin embargo, necesitaba la compañía de sus cosas cotidianas, su rutina, incluso la presencia de las personas que ocupaban los lugares frecuentados a diario. Aquella mujer, su nombre ni vínculos co él, formaba parte del mundo tranquilo y estable que lo ayudaba a no pensar demasiado en las razones por las cuales había llegado a vivir como un ermitaño.
  «Un gato, un día me compro un gato,o mejor un loro», pensaba por momentos, sabiendo que jamás condenaría a ningún animal a su huraña compañía.
  Lo que llamaba su atención era verla a las once de la mañana. La vendedora de baratijas solía aposentarse a partir de las siete de la tarde. Más de una vez la encontró montando su pequeño bazar ambulante al regreso de la facultad. Claro que también era raro ver al profesor Lindes, un lunes cualquiera y a esas horas, lejos del campus.
  Olvidó que alguien, tiempo atrás, lloré había asegurado que la vida podía dar un giro de trescientos sesenta grados con un gesto tan insignificante como el de adelantar su vuelta a casa. Tiempo después, Abel se preguntaría si fue el azar o alguna fuerza más poderosa lo que le hizo salir del despacho para esconderse en su cueva de solterón aburrido. La historia que pronto viviría, ¿le habría estado destinada desde siempre?
  Jamás habían cruzado otras palabras que breves saludos e intercambios mercantiles. Por una curiosa idea de la compasión, Abel solía comprar algo de aquella casi inútil mercadería, bien una caja de cerillas de madera, un silbato de colores fluorescentes… Lo cierto es que poco más ofrecía aquella mujer cuya piel había traspasado la frontera de edad con posibilidades de definición. Podía tener noventa años o ciento cuarenta. Incluso cincuenta mal vividos.
  Se paró frente al escueto puesto de venta y pareció dudar. Entre las inevitables cajas de cerillas, silbatos multicolores, pañuelos de diferentes equipos deportivos y cajetillas abiertas de tabaco — la mujer aún vendía los cigarrillos sueltos, como en los tiempos de su infancia—, había Dios cartas de tarot que mostraban dos figuras: el ahorcado y la torre. Parecían antiquísima y la mujer paseaba los dedos sarmentosos por sus bordes desgastados y mugrientos acariciandolas con mimo. Era la primera vez, en casi dos años, que la anciana vendedora hacía gala de alguna dote adivinatoria.
  — Tienes que hacer un viaje, Abel.
  No tuvo tiempo para sorprenderse. ¿Cómo había averiguado su nombre? ¿Que sabía aquella mujer desconocida a su vida? ¿Que le recordaba aquella voz aguardentosa, con ligero acento extranjero?
  — El paraíso y el infierno están en el mismo lugar— añadió la mujer sin levantar la vista de la cartas.
  Tal vez fuera el estado de ánimo pesimista del profesor de Historia, o el tono tranquilo de la vendedora…, el caso es que Abel se quedó de piedra ante tan extraña advertencia. En lugar de la fría reacción prevista por su carácter escéptico, se encontró a sí mismo interrogando a ksa mujer, como si hubiera estado esperando aquel diálogo, como su formara parte de una habitual cortesía entre vecinos.
  —¿Como lo sabe?
  —¿El que? —y por primera vez levantó los ojos de las cartas y miró al profesor—. Todo hombre que busca la verdad sabe que el bien y el mal, el infierno y el paraíso, no sin polos opuestos, sino caras de la misma realidad.
  Los ojos de la mujer eran de color verde oscuro y no parecían los de una anciana, sino los de una joven. Tampoco el rostro, oculto por arrugas diríase que maquilladas, mostraba los estragos del tiempo. La vejez parecía un disfraz, pero ¿quien se disfraza de viejo para vender en una esquina?
  —Y lo del viaje —continuó la mujer sin inmutarse—, Abel, tu sabes que todo se está preparando para la búsqueda de eso que causa tanta zozobra en tu corazón.
  No lo nombró, pero él supo a que se refería. ¿De que esquina de su pasado llegaba la mujer capaz de conocer hasta lo más recóndito de sus deseos?
  Abel Lindes recordó el escaso interés que tenía para él las cosas que durante años habían sido imprescindibles en su vida. Ni las clases en la facultad, ni las conferencias que le habían procurado un cierto nombre como historiador, o los dos libros publicados sobre la España Medieval le servían para llenar aquel hueco que iba creciendo día a día, dentro de su cabeza y de sus entrañas como una tumba de melancolía.
  — Vete cuanto antes. No retrases tu destino. Y ahora déjame, tengo que atender a mi clientela— bajó los ojos dando por terminada la breve conversación.
  No había nadie esperando, sin embargo,y pese a lo extravagante de la situación, Abel Lindes obedeció la orden de la, tal vez, falsa anciana. Dio la vuelta y caminó los escasos metros que lo separaban de su casa.

  Así comenzó todo. Aunque lo cierto es que la aventura destinada al profesor de Historia Medieval de había iniciado bastante antes, antes incluso de el momento en que él pensaba, es decir, el día que recibió en su despacho de la facultad un sobre con unos extraños documentos sobre un suceso no estudiado y que se remontaba a principios del siglo XIII. Eso y el nombre de un sabio de aquellos tiempos llamado Huwa al-Baqui, del cual sólo conocía una sentencia de dos líneas:

El conocimiento es dolor, y ese dolor es el precio por el placer infinito y divino de la sabiduría.

  Sentencia recogida por un escribano anónimo, dos siglos más tarde. Un nombre inquietante y una frase que martilleaba al profesor como si fuera el caso perdido de algo imprescindible que debía encontrar. Cuando sus compañeros se mofaban de una obsesión tan sin sentido, él siempre les recordaba la importancia del poeta latino Lupo, del cual sólo quedaban dos versos, recogidos por un monje anónimo.
 

— Sin embargo — argumentaba —, debió de ser el mayor poeta de su tiempo, ya que autores como Virgilio lo tienen por maestro.
  — La historia, amigo mío —solía repetir Muroa, jefe del departamento de Medieval —, está compuesta fundamentalmente, por errores, olvidos y nombres perdidos.
  — La verdad oculta — farfullaba el profesor Lindes en tono defensivo.
  — Esa, amigo mío, la Verdad, con mayúsculas y énfasis, siempre ha sido una quimera.
  — Ya.
  Muroa era un escéptico curtido en realidades de papeleo y burocracia que miraba al joven profesor como a una oveja a punto de despeñarse por las quebradas de la utopía.
  Abel trataba de asustarse a la necesidad de encontrar datos sobre el extraño sabio de nombre musulmán, intentando someterse a la lógica de sus compañeros. No lo lograba.
  «La historia, muchacho, las más de las veces, consiste en seguir el rastro de una estrella que no puede verse, pero que se intuye en una fórmula matemática.» Y aquella sentencia olvidada de su abuelo Servando, a quien debía su placer por el estudio, se asociaba ahora al desconocido Huwa al-Baqui, como si fuera la estrella que el destino le hubiera estado guardando.
  El viaje, el terror y las aventuras que ocurrieron después, habían tenido su inicio en un remoto día de la infancia, una tarde de verano durante la vacaciones. El día que su abuelo, sentado apaciblemente en su mecedora y contemplando la puesta de sol, le habló de la inquietante revuelta ignorada en los libros de Historia, pero recogida en un romance anónimo y que habla de la dignidad de un pueblo, con múltiples dioses y creencias, que se reveló contra la opresión del Prelado Ximénez de Rada acusando de la lapidación de una judía en el barrio toledano de los Francos, allá por los inicios dm siglo XIII. Claro que eso, y muchas cosas más, las descubriría Abel durante las extrañas semanas que siguieron al diálogo con la vendedora de la esquina. Sin saberlo, Abel Lindes llevaba buscando a la desconocida judía de Toledo desde entonces. Lo que aún no sospechaba era que Huwa al-Baqui sería las lave para llegar hasta su rastro perdido.
  Cuando introdujo la llave en el portal de su casa, Abel pensó que ni siquiera sabía el nombre de la mujer. Pareció despertar del extraño sopor en que había caído tras escuchar los vaticinios de la vendedora. Sacudió la cabeza y salió corriendo en dirección a la esquina.
  No había nadie. No quedaba ni rastro del puesto. ¿Lo habría soñado? Se sentía tan raro en los últimos tiempos que ni siquiera le sorprendió que hubiera sido fruto de su imaginación aquella enigmática conversación.
  — Necesito un descanso — dijo en voz alta mientras volvía sobre sus pasos.
  Tampoco imaginaba que le aguardaba otra sorpresa.

El secreto de la judíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora