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Ojos pardos; sonrisa suave, casi como una pincelada delicada de un artista cuidadoso; cabello revuelto, tan negro como cualquier noche sin luna aparente. Sonríe a la vez que echa una carcajada al burlarse con su amiga de lo que sea que estén hablando. Viene tan seguido que verla en el café, resulta casi parte de mi rutina diaria. Frota con sus pulgares la taza de su capuchino con cuidado, se echa para atrás, ríe. He descubierto que una de las mejores cosas en mi trabajo es verla. Observarla detrás de la barra mientras ella hace lo quiera hacer, siempre siendo tan genuina con sus actos. Es una de las pocas personas que conozco que se que me entiende. Siempre parece muy observadora a la hora de pedir su café, sabe lo que quiere y no tiene miedo en repetirme cuantas veces necesite sus indicaciones exactas.
     Es hermosa, más de lo que debería. Verla y no poder hablarle aparte de las 3 líneas que tengo memorizadas para todos los clientes, resulta doloroso. Viene diario a las 9, a veces acompañada, a veces no. Entra por la puerta mientras cierra su paraguas negro y se saca del cuello su mascada color salmón. Camina cuidadosamente hasta su mesa, la número 8, y se sienta en la silla de la esquina derecha, volteando hacia la ventana. Suele ser muy sutil. Después, espera unos minutos antes de ordenar, revisa su celular y algunas veces hace una llamada y se la pasa riéndose descuidadamente mientras garabatea en una servilleta de papel. Termina la llamada, abre su bolso y saca sus cosas. Siempre trae una libreta de cuero en la que escribe, con su pluma de tinta negra y alguna clase de inspiración que saca de admirar el pequeño negocio. Se para y sonríe. Camina hasta el mostrador y me ordena con exactitud lo que quiere. Capuchino de vainilla, con dos cucharadas de azúcar extra; no demasiada crema y un toque de canela de no más de una espolvoreada. Me extiende el dinero con la mano, siempre en efectivo. Veo su ante brazo, reviso si trae otro número de teléfono escrito en él. Le sonrío, le digo que su orden estará lista en breve y me pide que me quede con el cambio. La veo alejarse y sentarse mientras espera su café.
      Memorizo las líneas de su cuerpo. La línea desde su mandíbula hasta su cuello. La línea desde su cuello hasta su cintura. De su cintura hasta su muslo. ¿Y por qué no? La línea de su muslo hasta sus pantorrillas. Me parece perfecta. Indescriptiblemente siento una necesidad por observarla todo el rato. Antes de que den las 9:45 y tenga que irse de aquí. No se que me pasa. Su presencia me nubla el juicio.

Un último verano Donde viven las historias. Descúbrelo ahora