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II.

El teléfono de la mesita de luz que estaba al lado de su cama empezó a sonar y no paró hasta que ella lo atendió algo resacosa y sin ganas de hablar con nadie a aquellas horas de la madrugada.

—¿Quién es?

—Kali...

En la otra línea sonaba la voz ronca y entrecortada de él y ni bien la oyó se sentó en la cama de un golpe sobresaltada. Parecía como si hubiese estado llorando. Estaba segura de que algo no estaba bien. ¿Por qué otra razón la estaría llamando a las tres de la mañana?

—¿Ren, estás bien?, ¿Qué pasó?— le preguntó.

—Mi mamá...

—Llego en unos minutos.

No hizo falta que le explicara más, por la voz y lo que le había dicho, Kalista temía lo peor. La madre de él estaba en muy malas condiciones la última vez que la había visto. Su preocupación aumentó y los latidos de su corazón se aceleraron mientras se ponía lo primero que encontraba para ir al hospital donde Ana estaba internada.

Se tomó el primer colectivo que vino, vacío como ningún otro y tardó diez minutos en llegar. Ni bien llegó, lo vio ahí afuera, sentado en las escaleras del hospital fumándose un cigarrillo. Se le acercó y pudo ver los rastros de las lágrimas que quedaban en sus cachetes. No tuvo que preguntar para darse cuenta de lo que estaba pasando.

Se sentó a su lado y lo abrazó. No podía hacer mucho en esos momentos. Kalista había sufrido la pérdida de seres cercanos y muy queridos para ella así que sabía lo que era sentirse como su amigo se estaba sintiendo en esos momentos.

Le dio muchísima pena verlo así, destruido y también le dio pena por Ana, su mamá. La vieja era extraordinaria y había llegado a quererla un montón después de tantos años de conocerla. Era una mujer muy fuerte, una viuda llena de luz inigualable. Recordaba que Renzo la había llevado a conocerla cuando ella tenía unos dieciséis años... para ese entonces él ya había cumplido los diecinueve.

Cada vez que Kalista se peleaba con su madre, iría a la casa de Ana y ella la escucharía y la aconsejaría. La consideraba su segunda madre así que no pudo evitar lagrimear al darse cuenta de que no la vería más, aunque intentó hacerlo en silencio para que él no se diera cuenta. Lo que él necesitaba en aquellos momentos era a alguien fuerte que lo ayudara a salir de toda la mierda. 

Si ella estaba triste, no podía ni imaginarse cómo estaría él. La relación que tenían ellos dos era envidiable. Renzo la amaba y la respetaba como a ninguna otra mujer. Tenían un gran vínculo. Siempre lo tuvieron y éste mejoró desde la muerte de su padre.

Estaba enojada con la vida aunque sabía que enojarse con ella no cambiaría nada. Se sentía impotente al no poder ayudar a su mejor amigo. Al no poder hacerlo sentir mejor.

Con veintisiete años había perdido a ambos padres y eso era más injusto que cualquier otra cosa. 

Al padre lo había perdido cuando tenía simplemente diez años. Éste se había matado. Había decidido quitarse la vida por Dios sabe qué razón. Renzo estuvo mucho tiempo enojado con el viejo pensando lo egoísta que había sido al dejarlo a él y a su madre solos, pero al pasar el tiempo, su forma de ver las cosas fue cambiando y entendió que si bien quitarse la vida era una forma cobarde de escapar de los problemas, que alguien se quitara la vida también significaba todo el valor que tenía que tomar esa persona.

La vida le estaba siendo injusta.

—No tengo más cigarrillos—Fue lo único que fue capaz de decirle a su amiga aquella noche. No quería hablar. No quería nada. Simplemente quería parar el tiempo y no sentir el terrible dolor que estaba sintiendo en el pecho, no encontró sentido en seguir respirando. Su mamá ya no estaba. La única familia que le quedaba había muerto. La mujer de su vida, su todo. Su consejera, la mujer más bella física y mentalmente que conocería jamás ya no estaba.

—Ahora voy y te compro más—le susurró la morocha acariciando su cabello delicadamente, dándole pequeños masajes intentando aliviar el dolor.—¿Le avisaste a Alana o a alguien de esto?—le preguntó en un susurro, no quería molestarlo con nada en estos momentos pero quería saber.

—No—fue lo único y lo último que dijo el muchacho. A continuación Kalista tomó su mano y entrelazó los dedos con los de él, apretándolo fuerte, mientras seguía abrazándolo e intentando mimarlo.

Quería hacerlo sentir mejor, quería decirle que todo iba a pasar, que nada era para siempre, que ese horrible dolor que sentía en su pecho era simplemente temporal, pero no pudo encontrar palabras.

Esa noche fue dura, quizá una de las más duras que habían vivido juntos. Se sentaron en las escaleras, a las afueras del hospital, abrazados, fumando e intentando no pensar en la muerte de una gran persona.

Mientras que Kalista se preguntaba qué harían mañana, Renzo, no quería si quiera pensar en el mañana.

MAÑANA ES MEJOR.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora