Estoy sentada sobre una roca contemplando el mar, su color azul celeste se confunde con el cielo, pero en el horizonte se ve la línea que los separa.
La arena es suave, tibia y fina, como si fuera una tierna manta que abriga. El sol apenas asoma su color anaranjado, y poco a poco va emergiendo del mar para subir hasta lo más alto del cielo. Su color cada vez se hace más brillante cambiando delicadamente al amarillo real.
Sus primeros rayos van calentando mi piel y me abrazan con su calor. Todo está en calma, las aguas del mar apenas golpean contra las rocas como si las acariciaran. Todavía todo está en silencio, solamente las traviesas gaviotas alborotan con su ruido siguiendo a alguna barca, que ya regresa a casa con pescado fresco. Parece que bailara una danza sobre el agua de lo suave que se mueve, y sólo sus tripulantes se ven caminar por cubierta, están solos en esa inmensidad; sus luces se van apagando pues el día se asoma.
A lo lejos, en otra parte de la playa y sobre la arena dos enamorados se besan dulcemente y a espaldas de la ciudad, la arena solitaria y el mar son sus cómplices, cómplices de ese amor y pasión que los une. Ellos están en su mundo, no creen que alguien los espía, no saben que yo los veo, que soy testigo de sus besos y caricias, me ignoran, no saben que estoy allí, observándolos en silencio. Y el día cada vez es más pleno, y la ciudad ya comienza a despertar, y yo sigo mirando a los enamorados mientras escribo en mi diario.
La barca ya está llegando al puerto y las gaviotas acompañan su camino, el mar sigue tranquilo y sereno, y el cielo de un azul radiante con el sol cada vez más arriba. La estela de la barca va quedando en el mar como un camino blanco de espuma.
Y la roca que hasta ese momento me cobijaba es alcanzada por una ola, me salpica y me moja, yo despierto de mi sueño y despacito me levanto y comienzo a caminar descalza por la arena, que ya está tibia por el calor del sol, y así en silencio vuelvo a casa, donde me espera una taza de café caliente.