Nos vimos al día siguiente, según lo acordado, para inspeccionar las habitaciones del 221B de la , a las que se había hecho alusión durante nuestro encuentro. Consistían en dos confortables dormitorios y una única sala de estar, alegre y ventilada, con dos amplios ventanales por los que entraba la luz.
Tan conveniente en todos los aspectos nos pareció el apartamento y tan moderado su precio, una vez dividido entre los dos, que el trato se cerró de inmediato y, sin más dilaciones, tomamos posesión de la vivienda. Esa misma tarde procedí mudar mis pertenencias del hotel a la casa, y a la mañana siguiente, Sherlock Holmes hizo lo correspondiente con las suyas, presentándose con un equipaje compuesto de maletas y múltiples cajas. Durante uno o dos días nos entregamos a la tarea de desembalar las cosas y colocarlas de la mejor manera posible. Hecho esto, fue ya cuestión de hacerse al paisaje circundante e ir echando raíces nuevas.
No resultaba ciertamente difícil la convivencia con Holmes. Sus maneras eran suaves y sus hábitos regulares. Pocas veces le sorprendían las diez de la noche fuera de la cama, e indefectiblemente, al levantarme yo por la mañana, había tomado ya el desayuno y enfilado a la calle. Algunos de sus días transcurrían íntegros en el laboratorio de química o en la sala de disección, destinando otros, ocasionalmente, a largos paseos que parecían llevarle hasta los barrios más bajos de la ciudad. Cuando se apoderaba de él la fiebre del trabajo, no había nada capaz de sobrepasarle en energía; pero de tiempo en tiempo se apoderaba de él una reacción extraña y se pasaba los días enteros tumbado en el sofá de la sala de estar, sin apenas pronunciar una palabra o mover un músculo desde la mañana hasta la noche. En tales ocasiones no dejaba de percibir en sus ojos cierta expresión perdida y como ausente que, a no ser por la templanza y decencia de toda su vida, me habría atrevido a imputar al efecto de algún narcótico.
Conforme pasaban las semanas, mi interés por él y la curiosidad que su proyecto de vida suscitaba en mí, fueron haciéndose cada vez mayores y más profundos. Su misma apariencia y aspecto externos eran como para llamar la atención del más casual observador. En altura se encontraba por encima de los seis pies, aunque la delgadez extrema exageraba considerablemente esa altura. Su mirada era aguda y penetrante, salvo en los períodos de sopor a que he aludido, y su fina nariz de ave rapaz le daba no sé qué aire de viveza y determinación. La barbilla también, prominente y cuadrada, delataba en su dueño a un hombre de firmes resoluciones. Aunque sus manos tenían siempre borrones de tinta y manchas de distintos productos químicos, estaban dotadas, de una exquisita delicadeza, como innumerables veces pude observar por el modo en que manejaba sus frágiles instrumentos de física.
Quizá el lector me esté calificando ya de entrometido impenitente en vista de lo mucho que este hombre excitaba mi curiosidad y de las muchas veces que procuré vencer la reserva en que se hallaba envuelto todo lo que a él concernía. No sería ecuánime sin embargo, antes de dictar sentencia, echar en olvido hasta qué punto sin objeto era entonces mi vida, y qué pocas cosas a la sazón podían animarla. Siendo el que era mi estado de salud, sólo en días de tiempo extraordinariamente benigno me estaba permitido aventurarme al espacio exterior, y carecía de amigos que viniesen a visitarme y romper la monotonía de mi existencia diaria.
En semejantes circunstancias, acogí casi con entusiasmo el pequeño misterio que rodeaba a mi compañero, así como la oportunidad de matar el tiempo probando a desvelarlo. No estudiaba la carrera médica. Él mismo, respondiendo cierta pregunta, había confirmado el parecer de Stamford sobre semejante punto. Tampoco parecía haber seguido en sus lecturas ninguna norma que pudiera calificarlo para graduarse en una ciencia determinada o abrirle cualquier otra de las reconocidas puertas por donde se accede al mundo académico. Pese a todo, su extraordinario afán por determinadas labores era notable, y sus conocimientos, excéntricamente circunscritos a determinados campos, tan amplios y escrupulosos que daban lugar a observaciones sencillamente asombrosas. Con seguridad que nadie trabajaría tan ahincadamente ni se procuraría datos tan exactos a menos de proponerse una finalidad bien correcta. El lector poco sistemático, no se caracteriza por la precisión de los datos acumulados en el curso de sus lecturas. Nadie llena su cerebro con pequeñeces a menos que tenga alguna razón de peso para hacerlo.
ESTÁS LEYENDO
Estudio en Escarlata, Sherlock Homes de Arthur Conan Doyle
ClassicsEstudio en escarlata, la primera novela de Sherlock Holmes escrita por Arthur Conan Doyle, publicada en 1887. Esta novela se divide en dos partes, con varios capítulos.