Parte 2

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         Gritos. Todas las mañanas eran iguales siempre, o por lo menos desde que tengo memoria. Antes eran gritos de pelea entre mi madre y mi padre. En ese momento eran gritos de mi papá reprendiendo a Sammy. Desde que mamá se había ido siempre se la agarra con él. Creo que se debía a que es el más pequeño y sabía que a mí no me podía provocarme ese miedo que antes me provocaba.

      Quería correr, quería decirle que dejara a mi hermano en paz, que sólo tenía ocho años y que él no llevaba la culpa de que su padre fuese un hombre desequilibrado sin futuro, pero no lo hice. Me quedé en la cama sentada y sólo esperé que los gritos terminaran. Siempre lo hacían y después empezaba el llanto. Mi papá se daba cuenta y empezaba a llorar, le pedía a Sammy perdón, le decía que iba a cambiar, que iba a intentar ser mejor padre de lo que era y que no se volvería a repetir jamás un momento como aquel.

     Pero era mentira.

     Siempre se repetía. Una y otra vez, lo sabía. Mamá también lo sabía por eso decidió irse, creo que en el fondo sammy también lo hacía, pero lo seguía perdonando de todos modos porque lo quería y porque todavía conservaba esperanzas de que sus palabras se cumplieran, que de verdad no se volverían a repetir esos episodios, tenía todavía la fe de despertarse y tener un papá normal como todos sus compañeros de colegio.

    Yo no creía eso. Yo sabía la verdad, papá nunca iba a cambiar. Era una enfermedad, le agarraban ataques de violencia y después nos lloraba arrepentido diciendo que no volvería a suceder. Pero siempre volvía a pasar, siempre lo mismo, siempre se repetía. Quería salvar a Sammy de todo esto, esta vida que por azar nos tocó, creía que a todos nos tocaba llevar cosas malas; en algunos son enfermedades, en otros pobreza, en algunos relaciones lastimosas o por qué no lastimaduras. Cada uno decidía qué hacer con lo que le tocaba: o se deprimía y le recriminaba continuamente a la vida por lo que le dió o se hacían cargo de todo aquello. No iba a decir que Sammy y yo no nos merecíamos esta vida, porque los chicos que morían diariamente de cáncer en los hospitales o las personas que tenían que dormir en la calle tampoco se merecían la vida que llevaban y sin embargo seguían luchando. Yo también quería luchar por mí, por mi hermano.

    Me saqué todos estos pensamientos y me cambié, de lo contrario llegaría tarde a la escuela y eso es algo que no quería, y menos en el primer día. Bajé y mi papá no estaba. Seguramente estaría llorando en su pieza.

   —Volvió a pasar, Alex—me dijo mi hermano en susurros y con lágrimas en sus ojos.

   —Lo sé, escuche los gritos— me senté a su lado.

   —Me dejó faltar a la escuela en forma de disculpa, siempre es lo mismo, ojalá entendiera que yo no quiero faltar a la escuela o que me llene de regalos yo quiero mucho menos que eso, yo sólo quiero...

     Miró el techo y esquivó mi mirada, sabía lo que le pasaba; un nudo en la garganta. Tuve miles de esos en mi vida. Son esos pequeños moustros que vienen a quebrantarnos, en los momentos donde menos los necesitamos, a mostrarnos que somos débiles por mas que queramos demostrar lo contrario continuamente, después del nudo horrible que no nos deja hablar vienen las primeras lágrimas saladas, feas y amargas, porque tienen sabor a tristeza, a soledad... A derrota.

    Besé la frente de mi hermano y me fui, no podía verlo así. Me terminaría quebrando también a mí. Él necesita verme fuerte y también necesita estar solo. Todos necesitamos de vez en cuando de nuestra fiel amiga soledad.

    El camino a la escuela fue cansador. Aunque en verdad, el edificio no quedaba muy lejos de casa, el camino se me hizo eterno, la mochila más pesada y la mente más cargada de responsabilidades.

    La primer clase era de Historia moderna. Lo sabía porque ya había revisado todo el cronograma estudiantil. Tenía que estar preparada, no podía permitir malas calificaciones si quería que me admitieran en la Universidad de Letras de Colorado. Llegué y me senté en mi pupitre era la primera en el aula. Nada raro. Esperé que entraran todos mis compañeros, vi caras nuevas y otras conocidas pero ninguna me saludó. No tenía amigos, no porque fuera una persona poco social, afuera de la escuela sí los tenía y dentro de esta también los tuve, pero mis amigas en el ámbito estudiantil después de empezar la secundaria comenzaron a tener distintos gustos que los míos; le dábamos prioridad a cosas diferentes y no teníamos la misma definición de diversión. Esas pequeñas y grandes diferencias nos fueron distanciando. Para ese entonces éramos completamente desconocidas. No las culpaba, como cualquier chica de diecisiete ellas querían vivir una adolescencia descontrolada, pero yo tenía mis propios problemas. Lo que menos quería era terminar con un hijo o en un coma alcohólico por accidente. Mis padres no se lo merecían y Sammy tampoco.

Las casualidades no existen.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora