En el siglo IV, el emperador Constantino, quien había mandado a matar a su propio hijo y hervir viva a su esposa, se fija en el cristianismo como un medio para unir el extenso y agitado Imperio Romano. El monarca relata que en sueños vio una cruz en el cielo con la inscripción In hoc signo vinces ("Bajo este signo conquistarás"). Sin embargo, el visionario recién se convierte poco antes de morir, a los 57 años.
Gracias a Constantino, el catolicismo se transforma en la religión oficial del imperio y adquiere un poder sin precedentes. Su sucesor, Flavio Teodosio, estipula en febrero de 380 que "todas las naciones que están sujetas a nuestra clemencia y moderación deben continuar practicando la religión que fue entregada a los romanos por el divino apóstol Pedro". Los no-cristianos son llamados "repugnantes, herejes, estúpidos y ciegos".
La Iglesia se convierte en la clase de jerarquía autoritaria que Jesús había impugnado. Ireneo, obispo de Lyon, declara: "No tenemos necesidad alguna de la ley, puesto que ya estamos muy por encima de ella con nuestro comportamiento divino".
A medida que el Imperio Romano se derrumba, la Iglesia va tomando el control en Europa. Reinterpreta las Escrituras y también la propia historia. Instiga ataques contra musulmanes, judíos, católicos de Oriente e, incluso, contra grupos cristianos que no reconocen la autoridad papal.