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En el partido de Cornell me cascaron.
La culpa fue mía en realidad. En un momento de apasionamiento cometí el desdichado error de calificar al medio centro del equipo contario de "canadiense de mierda". Mi desliz consitió en olvidar que cuatro de los miembros del equipo contrario eran canadienses, y, según pude comprobar inmediatamente, los cuatro extremadamente patriotas, atléticos y situados dentro del radio de audición de mis palabras. Para agregar el insulto a la injuria, el castigo me lo pusieron a mí. Y no un castigo cualquiera, además: cinco minutos, por pelearme. Había que oír a los hinchas del Cornell cuando lo anunciaron por los altavoces. Los seguidores del Harvard que se habían tomado la molestia de trasladarse hasta Ithaca, Nueva York, no eran muy numerosos, a pesar de que estaba en juego el título de Ivy League. ¡Cinco minutos! Mientras me dirigía a la zona de castigo pude ver a nuestro entrenador mesándose los cabellos.
Jackie Felt acudió como un rayo. Hasta entonces no me di cuenta de que tenia al lado derecho de la cara hecho papilla. "Santo Dios -iba repitiendo Jackie mientras manejaba el lápiz astringente-. Dios Santo, Ollie"
Yo permanecía inmóvil, con los ojos perdidos en la nada. Me daba vergüenza mirar hacia la pista, donde no tardaron en verse realizados mis peores aprensiones: el Cornell marcó. Los hinchas rojos chillaban, rugían, rebuznaban. Estábamos empatados. El Cornell podía perfectamente ganar el partido, y con él el título. Mierda...Y apenas había transcurrido la mitad del tiempo de mi expulsión.
Al otro lado de la pista, el minúsculo contingente de los hinchas de Harvard apareca melancólico y en silencio. A aquellas alturas los seguidores de los dos equipos ya me habían olvidado. Sólo un espectador seguía con los ojos fijos en mí. Sí, allí estaba, el hombre. "Si la conferencia termina a tiempo, procuraré llegarme a Cornell." Allí estaba, sentado entre los coreadores de Harvard -aunque sin corear, desde luego- ; allí estaba Oliver Barret III.
Desde el otro lado del mar de hielo, el Viejo Cara de Piedra observaba en un silencio inexpresivo cómo la última gota de sangre del rostro de su hijo único era secada con papeles adhesivos. ¿Qué creéis que pensaba el hombre? ¿Lástima, lástima o algo parecido?
"Oliver, si tanto te gustan las peleas, ¿por qué no te apuntas en el equipo de boxeo?"
"En Exeter no hay equipo de boxeo, papá"
"Bueno, tal vez no debería acudir a presenciar tus partidos de hockey."
"¿Ni irás a creer que peleo en beneficio tuyo, papá?"
"Bueno, yo no diría <en beneficio>."
Aunque, desde luego, ¿quién sabía qué estaría pensando? Oliver Barret III era un Mount Rushmore andante y a veces parlante. Cara de pierda.
Probablemente el Viejo Cara De Piedra estaría tributándose un homenaje a sí mismo, como de costumbre: "Vedme a mí; esta tarde son contados los seguidores del Harvard que han acudido a presenciar el partido, y sin embargo yo soy uno de esos pocos. Yo, Oliver Barret III, un hombre extremadamente atareado, que dirige un montón de Bancos y cosas por el estilo, me he tomado la molestia de venir hasta Cornell para presenciar un asqueroso partido de hockey. Ciertamente admirable." (¿Para quién?)
La multitud volvió a rugir, como fieras, esta vez. Otro tanto del Cornell. Estaban ganando. ¡Y a mí me quedaban todavía dos minutos de suspensión! Davey Johnston pasó, patinando, en dirección a nuestra puerta, furioso, rojo como la grana. Pasó por delante de mí sin lanzarme una sola ojeada. ¿Eran lágrimas lo que ví en sus ojos? Hombre, sí, bueno, el título estaba en juego, pero, Santo Dios, ¡lágrimas!
Cierto que Davey, nuestro capitán, tenia un historial increíble, que lo justificaba; siete años en activo, sin perder un solo partido, ni en la escuela superior ni en el colegio. Una especie de leyenda viviente. Y era el alumno del último curso. Y aquel era nuestro último partido en serio. Que perdimos, por 6 a 3.

Después del partido, una radiografía puso en claro que no había ningún hueso roto, tras de lo cual Richard Selzer, doctor en medicina, me dio doce puntos en la mejilla. Jackie Felt no cesó de mariposear por la enfermería, contándole al médico de Cornell que yo no seguía una dieta adecuada, y que nada de aquello hubiese ocurrido de haber ingerido yo la dosis necesaria de píldoras de sal. Selzer hizo caso omiso de Jack, me advirtió severamente que había estado muy a punto de "lesionarme el suelo de mi órbita" (tal es el término médico que empleó) y me dijo que la prudencia más elemental me aconsejaba no jugar en absoluto por lo menos una semana. Le di las gracias, y el hombre se largó, perseguido por Felt, quien no cesaba de hablarle de regímenes nutritivos. Por mi parte, me alegré de quedarme solo.
Me duché despacito, procurando no mojarme la cara, que me dolía mucho. La novocaína empezaba a dejar de ejercer su efecto. Pero en cierto modo me alegraba sentir dolor. Al fin y al cabo, ¿no era lo cierto que yo lo había estropeado todo? Habíamos perdido el título, habíamos quebrado nuestra serie interrumpida de éxitos (los seniors, los del último curso, habían permanecido imbatidos hasta entonces), y la particular de Davey Johnston. Tal vez la culpa no fuese totalmente mía, pero en aquel momento así me lo parecía a mí.
El vestuario estaba desierto. Estarían todos en el motel ya. Supuse que nadie desearía verme ni dirigirme la palabra. Con ese terrible sabor amargo de boca -casi podía paladearlo, palabra-, lié mi petate y salí. No había muchos hinchas del Harvard esperando, en aquellos venteados desiertos de la zona norte del estado de Nueva York.
-¿Qué tal esa mejilla, Barret?
-Bien, gracias, Mr. Jencks.
-Lo que necesitas ahora es un buen bisté -dijo otra voz familiar.
Así habló Oliver Barret III. Muy propio de él, eso de sugerir la cura tradicional para un ojo a la viruta.
-Gracias, papá -dije-. El médico ya se ha ocupado de eso.
Y señalé el parche que cubría los doce puntos de Selzer.
-Quiero decir para tu estómago, hijo.

Love Story - Erich SegalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora