Capítulo 8 - La Falsa Calma y El Rayo

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Los árboles se zarandeaban como si de simples plumas se tratara. Era evidente la tormenta que a pasos agigantados se acercaba. Bocinas de autos y una ambulancia aturdían el aire.

Mientras, los zapatos de un doctor golpeteaban a un ritmo apurado las baldosas del parque. La iluminación no era muy buena, pero ese era un camino que ya se sabía de memoria, aunque a veces le pareciera que cambiaba en su similitud cada vez que lo atravesaba. No tenía miedo, esa no era zona de delincuencia, pero si se sorprendió cuando de entre unos arbustos, pensó, un niño con boina y saco se cruzó en su camino.

Cuando lo oyó hablar se dio cuenta del vergonzoso error que había cometido:

- ¿Es usted el Curandero de los Niños? - dijo con voz grave, provocando que hasta los grillos dejaran de frotar sus patas.

El doctor metio las manos en los bolsillos, revolviendo para ver si, de pura casualidad, se encontraba con la respuesta a esa extraña y ambigua pregunta. Pero finalmente dijo:

- Disculpe señor creo que debe estar confundiéndose. Soy pediatra, nada más. ¿Necesita ayuda con...? -y hasta ahí llegó su pregunta porque un gesto rápido del enano bastó para que un incandescente brillo lo dejara inconsciente, despatarrado por el camino de baldosas grandes y con un enorme chichón formándose en su nuca.

~~♡~~

Miriam no recordaba a su mamá. Desde que pudo comprender su abandono, decidió que la odiaría para siempre, pero una madre no deja de ser una madre, y Miriam no podía dejar de sentir algo de cariño y tristeza cada vez que veía el rostro amable de la mujer que, mucho tiempo atrás, la había sostenido en sus brazos. Su imagen era suave algodón para la herida de resentimiento que se descocía al hablar de ello con la señora Bon'berry.

Mujer de importante herencia, campos ricos en cultivos e industrias transnacionales de gran capital. Su familia estaba en Irlanda, pero ese nunca fue su hogar; así lo sentía ella. Se convirtió en mentora de Miriam porque, sinceramente, no tenía nada mejor que hacer. Los primeros años no le resultó entretenida, y la dejó al cuidado de uno de los estancieros de la señora Dofour. Apenas aprendió a caminar tuvo que valerse por si misma, y habría desarrollado una mente brillante si la Ama y Señora no hubiera necesitado más sirvientes.

Entonces, Bon'berry vio el potencial de esa niña y la educó para que su ama fuera su mayor admiración. Pero la imagen de su madre era un obstáculo a tal objetivo, asi que, para moldearla de la forma que ella quería, recurrió a pequeñas pero atravesadoras mentiras, al punto tal que Miriam creía que terribles pensamientos eran realmente propios. Una manipulación discreta y aristocrática trabajada sobre una mente en formación.

Pero como dije, la joven aún sentía un inevitable amor hacia su madre. Lo ocultaba, sí. Se engañaba, también. Pero ahí estaba, perceptible solo con el recuerdo de una figura en blanco y negro sentada en medio del bosque.

~~♡~~

Amalia estaba sumamente nerviosa. Pese a la seguridad de que el duque sabría a quién elegir, el hecho de que trajera a una persona a ese lugar la preocupaba. No quería que un ser egoísta y estúpido tomara con liviandad la importancia de mantener en secreto aquella tierra. Estaban poniéndose en un peligro sutil pero igualmente arriesgado como así necesario.

La reina no soportaría mucho más y Amalia tampoco. Los cuidados intensivos que le proporcionaba, más los custodios extra la estaban desmantelando. Bajó los ojos, rojos por las lágrimas que dejaba caer cada noche, asomaban ojeras cada vez mas violáceas. Peor era el estado de la reina Pelontuwe, cuya piel parecía casi transparente. Había perdido cabello, por lo que Amalia, con seda de luciérnaga, le había tejido una tela blanca que cubría su cabeza y le ensombrecía el rostro. Su cuerpo estaba tan debil que apenas podía mover sus manos para acariciar a la niña y los sueños eran tan largos que parecían pasar días sin que despertara. La luz de su pecho era ahora mortecina, anunciando que su tiempo se había terminado.

Sintieron ambas la vibración de las luciérnagas cuando el enano y el pediatra se sumergieron en las aguas. Volvió el brillo a los ojos de Amalia que se impulsó con un batido de alas hacia el centro.

Tomó la mano del médico, que estaba totalmente anonadado.

"No tenemos tiempo para explicarle todo lo extraño de este lugar, una presentación rápida y lo voy a llevar con la reina"

- Buen día -dijo, y agachó apenas la cabeza como reverencia en saludo y agradecimiento -, soy Amalia del Páramo de las Luciérnagas y le pido, le suplico que ayude a nuestra madre.

No perdió el tiempo: agradeció con la mirada a Felice, tiró del hombre y lo encaminó hacia la zona donde descanzaba y se perdía la Gran Luciérnaga. El médico en todo momento intentó decir algo, pero al momento en que tomaba aire para soltar una palabra, solo conseguía suspirar. Al ver sus ojos a un alma necesitada de ayuda, la determinación que causa lo conocido lo hizo reaccionar.

Con expresión seria dijo:

-Necesito unas hojas de (planta medicinal de la india), urgente. Y ¿tienen alguna forma de regular la temperatura de... esto? -preguntó señalando, con la palma de la mano, a su alrededor-. Hay que bajarla, hace demasiado calor-

Amalia respodió, firme:

- Sí, -y, mirando a todas y a ninguna dijo: - luciérnagas, disminuyan su densidad y permitan que las que van llegando se acerquen diréctamente al centro para refrezcar a la reina. Las demás muevan más suavemente sus alas y háganlo a la par, ¿entienden? ¡Vamos! Un, dos, un dos,... -y así, moviendo las manos cual si fuera directora de la orquesta más estricta, marcó un ritmo fluido que cambió el sentido de las aguas y oxigenó el aire que Pelontuwé respiraba.

Mientras tanto el doctor utilizaba todos sus fríos instrumentos para revisar lo que podía del sistema de la reina, aunque claro, habían fenómenos que eran imposibles de medir con instrumentos tan... humanos. Pese a esto, era evidente el asma crónica sin tratar desde hacía al menos 30 años. Se había agravado tanto como para infectar los pulmones y afectar a los demás sistemas.

Las hierbas ayudarían a renutrir rápidamente a la paciente, que así pacientemente esperaba, llena de fe en aquel bondadoso curandero. Y aquello ameritaba un correspondiente agradecimiento. Pelontuwé se esforzó en levantarse. Mirando al hombre alma a alma, acariciando su corazón y hablando desde su cariño dijo:

- Te agradezco, aunque mis palabras no puedan transmitirte cuanto. Eres un gran hombre, querido Galileo. -

Amalia dejó escapar una risita y dijo que casualmente su hermanito se llamaba Galileo, que en unos años sería el mejor doctor del país y que entonces volvería a verlo y serían felices de nuevo.

El médico la observó hasta que su vista se volvió líquida y no pudo evitar llorar. Con las manos se cubrió la cara, queriendo no ver lo que había ocurrido, rogando haberse imaginado todo.

El Secreto de las LuciérnagasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora