Capítulo 2

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Volví a despertar. Eran las cinco de la mañana. Llevaba semanas sin poder dormir a gusto.

Salí de casa. Simplemente me apetecía pasear. Comencé a caminar, lento pero sin pausa, no tenia destino, ni quería tenerlo. Me deje envolver por las serpenteantes calles, fui recorriendo cada rincón hasta acabar sentado en un banco en medio de una plaza. Entonces fue cuando sentí lo que era una ciudad. Nunca había conseguido apreciar el sonido del silencio, supongo que todo desierto tiene su encanto. Pero ahí estaba yo, rodeado de calles vacías, en las que solo podía oírse el maullido de algún gato. En las que solo podían verse baldosines rotos y manchados y pintadas en las paredes. En las que solo se sentía el viento sobre tu piel, ondeando tu camisa. Es en ese momento en el que realmente aprecias lo que tienes delante. Es en ese momento, en el que cierras los ojos y te permites sentir todo lo que pasa a tu alrededor.

Cuando comienza a amanecer las calles empiezan a cobrar vida. Ya no parece haber pintadas, ni baldosines, ni una mínima brisa. Y observas que es la soledad lo que hace a ese sitio especial. De que la gente que anda por esas calles es gente vacía, todos vestidos igual, todos hablando igual, todos haciendo lo mismo. Y te das cuenta que tú estás igual de vacío, que llevas su misma ropa y que haces exactamente lo mismo que ellos. Te das cuenta de que no eres más que otro pez en un mar lleno de peces iguales. Y piensas que vas a cambiar y vas a ser diferente a toda esa gente, que vas a triunfar y que vas a destacar. Pero en el fondo sabes que es imposible salir del mar sin pulmones para respirar y que tarde o temprano tendrás que decidir si regresar o morir ahogado.

Espere unos minutos hasta que aquello había perdido por completo su encanto y decidí regresar. A medida que iba andando el tiempo pasaba más despacio. Parecía mentira que me encontrara tan lejos de casa. Entonces, nada más llegar al portal, la veo justo delante, sentada con sus largas piernas cruzadas encima de la maleta. Tenía la cabeza ladeada, estaba leyendo, y su largo pelo castaño-rojizo tapaba la mitad de su cuerpo. Parecía que fuera caerse de un momento a otro, pero no, ahí estaba, en un completo equilibrio consigo misma. Cordelia.

Avancé despacio hasta llegar hasta ella. Levantó la mirada del libro y pego un salto al suelo entusiasmada. Se abalanzó sobre mí, y me abrazó tan enérgicamente que apenas podía respirar. Le devolví el abrazo. Le acariciaba su liso pelo que le llegaba hasta la cintura, mientras ella seguía apretándome con todas sus fuerzas, y entonces se separó.

- ¿Dónde te metías? He llegado a las 6.30 y no estabas – dijo dirigiéndome sus grandes ojos pardos.

Los ojos de Cordelia siempre me habían parecido muy cautivadores, solían ser verdes, de este verde que es una mezcla entre verde y marrón. Pero cada vez que los miraba veía un tono diferente de verde. A veces eran totalmente marrones y a veces el verde más profundo que he visto jamás.

- Yo, eh... No podía dormir y... - dije señalando a la calle por la que había venido.

- Te parecerá bonito hacer esperar a una amiga... – dijo.

- ¿He hecho algo para que pienses que somos amigos? – dije con tono burlón.

- ¿Quizá abrazarme durante cinco minutos seguidos?

Y entonces sonrió, y me di cuenta de cuánto había echado de menos esa sonrisa. La abracé de nuevo

- Te he echado de menos – dije sin dejar de abrazarla

- Igualmente – dijo soltando una risita – venga, te invito a tomar algo.

Asentí. La acompañé a subir la maleta y nos fuimos a "El Wendigo".

Frío.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora