La ensenada perdida

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Desde siempre, en las pequeñas poblaciones rurales próximas a la costa, las ancianas contaban a los niños que el mar era un mundo inmenso, nuevo, desconocido. Les decían, estas, que el mar era el mayor reino del planeta, y que solo ellos eran sus reyes, y como tal, debían no solo conquistarlo, sino también defenderlo. Algunas viejas, las más atrevidas, les mencionaban que en sus profundidades habitaban seres extraordinarios, ocultos, y que nadie había visto, o casi nadie.

A algunos niños les gustaba escuchar estas historias; otros, detestaban tener que presenciar tales fruslerías de viejas aburridas; y muy pocos, o casi nadie, se percataban de que tal vez, si sabías cómo, podías encontrar a esos seres ocultos, inauditos, que habitaban en las profundidades.

Y estos últimos niños se adentraron en el mar. Muchos se ahogaron intentando encontrar a esas deidades; otros, crecieron e hicieron expediciones con el mismo fin. Sobra decir que todas fracasaron, pues cuando los niños crecieron abandonaron toda su puridad e inocencia, y más que por curiosidad o deseo, se movían por ambición o poder.

Pero ante todo esto, hubo unos pocos que más cautos y sensatos, meditaron en una forma de hallar la entrada en aquel reino tan solo existente en aquellos que creen con total certidumbre en él, y son capaces de ver más allá.

Y estos, cada vez que podían, algunos al amanecer, otros al mediodía, otros al atardecer, o al anochecer, e incluso en la medianoche, se sentaban en la orilla, mirando al mar en su conjunto, perdiéndose en la belleza de su inmensidad, sin percatarse del paso del tiempo, e intentando encontrar la ensenada perdida.

Las viejas más viejas les decían a sus jóvenes espectadores que una vez un niño lo consiguió. Y aunque no saben si de hembra o varón se trataba (pues tal vez lo olvidaron, o simplemente no lo quieren recordar, ya que no importa en absoluto), lo que ellas narran es que cuando llegó el amanecer se despertó, y sin mirar atrás ni a ningún lado, avanzó hasta las aguas y lentamente se sumergió en ellas. Nunca más se supo de él o de ella, pues el mar se lo había llevado.

-Pero, señora, el mar siempre trae de vuelta a la orilla aquello que se llevó, entonces, ¿quizás pueda hacer regresar a aquel niño, no?

-Quizás. -le contestó la anciana, que era ciega, y un poco sorda, y no pudo (o no quiso) hallar el género de aquella curiosa criatura.

Y aquel que preguntó esperó a los pies de la ensenada hasta que apareciera el que se lo llevó el mar. Y en sus largos sueños habló (o imaginó que hablaba) con el que se fue, y no vio su cara, sino que concibió su figura como una silueta oscura, sumergida en las profundidades, no tan negras, pero sí de un verde muy angosto; y esta figura le hablaba en un lenguaje que no entendía (pues no se podía entender). Y así como cada noche se acostaba en la playa, cada vez pudo saber un poco más de su mensaje, aunque no del todo, sí algunas palabras: «paz», «libertad», «sabiduría», «armonía», «más allá».

Y cuando despertó esa mañana, vio un mar blanco, inmaculado, tranquilo y despejado. Tan solo se oía el rumor de las olas que morían al llegar a la ensenada perdida.

Se levantó, y sin mirar atrás se adentró en sus aguas, pues el mar le invitaba a entrar.
Y no se inmutó de que tras él o ella había una vieja ciega, y un poco sorda, que le miraba, pues ella había sido su guía. Y esta le dijo, aún sabiendo que no iba a ser ni tan siquiera oída:

-Ve, adéntrate en los Campos de la Imaginación, y nunca regreses, pues de hacerlo te chocarás con la seca y fría realidad, y perderás la forma de volver a aquellas tierras de las que nunca debiste salir.

Cuentos de la Blanca OrillaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora