XI

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-¡Alice!¡Ven aquí!
Nunca me encontrará
-¡Alice!
La hermana Emmelie estaba desesperada. Alice no pudo evitar una risita silenciosa. De repente, se escucharon unos pasos ligeros.
-¿Qué pasa, hermana?-. Aquella era la voz de Marie, una joven novicia.
-La pequeña Alice, ha vuelto a desaparecer.
-¿Otra vez?-. Dijo con incredulidad-. Que niña más traviesa... Ahh, hermana, te llama Rose.
-Si, claro, ahora voy. ¿Te importaría buscar a la niña de mi parte?
-Lo haré encantada.
Emmelie salió apresuradamente de la estancia. Para su edad se mueve bastante bien. De repente, la joven novicia empezó a buscar incansablemente en todos los posibles escondites. Alice sintió cierta aprensión al darse cuenta de que a ese ritmo la encontraría, pues Marie tenía más ganas y energías que Emmelie, y sin duda una mejor vista. Tenía que hacer algo. Tras sopesar un momento sus opciones, decidió escapar de su pequeño escondrijo dentro del altar, descubrido el año pasado de casualidad. Y salir sigilosamente hacia la biblioteca que estaba tras la puerta.
Se agachó y cogió una piedra. Tras remangarse los hábitos, la lanzó a la otra punta de la iglesia, cerca de la puerta. El ruido fue más fuerte de lo que supuso, e instantáneamente la novicia salió en busca del motivo del ruido, con una sonrisa triunfal en los labios. Pobre tonta. Se levantó y corrió sin importarle el ruido que pudiera provocar, y abrió la puerta. Enfrente, sin embargo, al lado de la puerta de entrada a la biblioteca y a la de la sala de reuniones, estaban Emmelie y Rose. No puede ser. Las dos estaban charlando solemnemente, como si trataran un asunto de importancia, pero al verla, se interrumpieron, y tras un momento de estupor general, se lanzaron hacia ella. La habían encontrado, el juego había acabado.

-Alice, Rose y yo hemos tomado una decisión.-Le dijo Emmelie dentro del oscuro cuarto-. Pasado mañana te trasladarán al monasterio de Saint Lazare.
-¿Qué?¿Saint Lazare?-. Aquello no podía ser cierto, debía ser una broma.
-Sí, lo siento, Alice. Pero no nos has dejado otra opción.
-¡No!-. La sorpresa y el dolor atenazaban su garganta, no lograba decir nada-. Me portaré mejor, lo prometo.
-Lo siento, Alice, pero la decisión ya está tomada. Te irás pasado mañana-. Y después salió y la dejó sola, en aquel lugar frío y oscuro, en el calabozo para monjas que se portan mal o de forma indebida.
Alice no pudo aguantar mucho tiempo las lágrimas, y rompió a llorar desconsoladamente, humedeciendo las sábanas de su pequeña y dura cama.
Ella nunca había salido de las inmediaciones del convento, pues lo tenía prohibido. Y no sabía como era la vida en el exterior, ni quería. Alice tenía once años, y en ese tiempo, siempre había vivido allí dentro.
Alice no tenía familia, a parte de las monjas, pues su madre murió durante el parto, y su padre la había dejado en la puerta de la pequeña iglesia. Nunca más lo volvió a ver.
Alice no sabía como serían las monjas de Saint Lazare, ni si la tratarían bien. Sólo había escuchado aquel nombre de pasada, mencionado por las hermanas en alguna que otra ocasión. Tenía por entendido que era un monasterio de buen tamaño, que se situaba dentro de la ciudad de Bayeux, cercana a su convento. Había oído que allí convivían monjes y monjas, y que estaban gobernados por un prior y una madre priora.
A pesar del miedo y de la furia que sentía, Alice sabía que lo tenía merecido. En los últimos meses no había dejado de alborotar, bien hablando en voz alta en la misa cuando no le tocaba, bien escondiéndose para no ir a sus aburridas y solitarias clases, o bien burlándose de las monjas más ancianas, pues le aburría su vida de confinamiento espiritual,que era básicamente estudiar y rezar. Además era la única niña de su edad.

Quizás la vida en Bayeux fuera más divertida, e incluso podría hacer amigas. Su mayor problema sería tratar con hombres, siempre había estado rodeada de mujeres, y la última vez que había visto uno, la había abandonado allí. No sabía como eran, ni como hablaban, ni como trataban a los desconocidos, aunque claro está, cada uno tendría su propia personalidad, al igual que las monjas.
Sumida en esos pensamientos, y ya más tranquila, se durmió.

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