Capítulo 2

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—Y bien, Klaus, ¿qué noticias tenemos hoy? —preguntó el gobernador.

El vicegobernador Klaus guardó silencio. Sabía que aquello no era más que una pregunta retórica en el conjunto de actividades de aseo semanal del gobernador. Los jueves solía enfrascarse en cuidados tan estrambóticos como un baño en una tina de agua caliente y una limpieza de orejas mientras la esclava más bella le cortaba las uñas. Klaus se ensalivó un dedo y pasó la página del periódico Colonies Daily para leer la sección de deportes, mientras el gobernador le dirigía una mirada inquisitiva.

—¿Klaus?

—¿Sí, excelencia?

—Te he hecho una pregunta.

—Ah. —Klaus se resistió a dejar a medias la noticia sobre el estupendo gol de Lionel Bessie—. No hay muchas novedades. Un enfrentamiento con un galeón español en el Estrecho de los Vientos, frente a las costas de Tortuga. Fue interrumpido por la aparición de diplomáticos franceses, que hábilmente lograron desviar la conversación a los enredos de cama de Felipe V y si es cierto o no que el Animosísimo no puede pasar sin sexo ni un solo día.

—¿Cómo acabó la cosa?

—Creo que se emborracharon en la isla y cada bando cantó su versión de Mambrú se fue a la guerra hasta quedarse afónico. En cualquier caso, los ingleses se retiraron cuando sonó la campana de la taberna.

—Bien. —El gobernador levantó un pie desde la tina de agua, que la esclava tomó entre sus manos y masajeó—. ¿Qué hay del comercio?

—A Maguana arribó una nave cargada de trigo, joyas y cerdos. Por ese orden —contestó Klaus de mala gana, mientras trataba de seguir con un ojo la noticia del gol—. Decían que sus productos provenían del comercio legal, pero varios reconocieron en ellos las posesiones de una familia noble que se había asentado en Bahamas hacía ya varios años. Habían tratado bastante mal a sus esclavos, así que el trigo se vendió, las joyas se repartieron y los cerdos se los enviaron de vuelta junto con un montón de esclavos cabreados. Parece que, ahora, el cerdo que está en el rol de cabeza de familia lo hace bastante mejor.

—Interesante. ¿Y la piratería?

Klaus suspiró.

—Sin noticias reseñables. Bueno, quizás una: Calicó Jack y su amante abordaron un buque de la Armada...

—¡De la Armada!

El gobernador se irguió, desnudo, y la esclava se apresuró a cubrirlo con una toalla de paño. Klaus lo miró por encima del periódico.

—Eso es grave —dijo el gobernador mientras la esclava lo frotaba como a un pollito—. Ningún pirata había sido tan temerario hasta ahora. ¿Cuál fue el resultado?

—Perdieron a casi todos sus hombres y hundieron el galeón.

—Ah, menos mal.

—Me refería a la Armada, su señoría.

El gobernador abrió la boca para contestar, pero no pudo. La esclava se hizo un hueco discretamente para secar las partes pudendas del gobernador; Klaus volvió a echar un vistazo al cuerpo voluptuoso y arrodillado de la muchacha y deseó estar en el lugar de su jefe. Con semejantes alicientes, hasta él se daría un baño cada semana.

—¿No sería ese barco el que llevaba a bordo al famoso científico, Marcus Read?

Estaba visto que no le iban a dejar leer, pensó Klaus. Dejó el periódico a un lado y se puso a cargar una pipa.

—Aún no está claro, ilustrísima. He enviado mensajes por el servicio de gaviotorreos a las islas cercanas, pero tardarán en contestar. El servicio tiene muchísimos usuarios estos días y está colapsado. Aun tras la repoblación, aseguran que no hay suficientes gaviotas en todo el Caribe para hacer frente a la demanda, pero puede ser que nos equivocáramos con la concesión.

—Me pregunto —dijo el gobernador, que cogió sus doradas lentes de la mesa y se las puso en equilibrio sobre la nariz—, si los muy bribones no se habrán enterado de la misión que le había encomendado su majestad. Semejante descubrimiento no puede caer en las manos de unos asesinos salvajes. Tenemos que pararles los pies lo antes posible.

—¿Cómo sugiere hacerlo? Le recuerdo que los fondos no están últimamente para grandes alegrías.

Otras esclavas habían entrado en la habitación y estaban recogiendo la tina de agua del gobernador. Klaus observó los grandes y bamboleantes pechos de una mientras se agachaba y llegó a la conclusión de que no valía la pena pasarlo tan mal todos los jueves solo por la esperanza de conseguir un aumento de sueldo. Él sí que necesitaba una alegría, antes o después. Por su parte, el gobernador seguía pensando.

—¿Cuál es el nombre de ese cazarrecompensas? El que apresó a Charles Vane antes de caer en desgracia.

—Barnet, su gracia. Capitán John Barnet.

—Ofrécele una recompensa de trescientos reales de a ocho si nos trae la cabeza del pirata... ¿Qué pasa? ¿Hay algún problema?

—Señor, por ese dinero yo no le traería ni una ceja.

—¡Oh! —El gobernador se dejó caer en una silla; las gafas le resbalaron por la nariz y, por un instante terrible, Klaus tuvo una visión de unos testículos gruesos y peludos y un pene que apuntaba hacia él, pero el gobernador se colocó bien la toalla y el horror disminuyó—. Bueno, está bien. ¡Que sean dos mil! Enviaremos un mensaje a su majestad, tendrá que entenderlo. ¿Puedes encontrar a ese Barnet?

—Su magnificencia —Klaus contuvo una sonrisa y se levantó—, confíe en mí: no me llevará más que unas horas.

Hizo una reverencia, encendió la pipa y salió de los aposentos del gobernador con ella en la boca, canturreando entre dientes, satisfecho de haber concluido la reunión y poder dedicarse a asuntos más urgentes.

¡Sí, mi capitana!: La leyenda del monstruo marinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora