Capítulo 3

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Cuando Mary Read despertó, un rayo de sol le daba directamente en la cabeza. El cielo, que había amanecido nuboso, estaba ahora despejado y un azul casi insultante se extendía de horizonte a horizonte. Mary se giró y levantó un brazo para protegerse del sol. Notó que el suelo se movía bajo ella y se incorporó.

Ahogó un grito.

Se encontraba en una jaula de hierro suspendida a más de veinte metros del suelo. No reconocía el barco a sus pies; tras unos segundos, se dio cuenta de que se trataba del bergantín pirata, por cuya cubierta pasaban algunos hombres, pequeños como hormigas.

Sintió vértigo y se agarró con fuerza a los barrotes de la jaula. Vio entonces la ondeante bandera negra casi a su altura, con una calavera y dos sables cruzados debajo, y tuvo ganas de vomitar.

—¡Socorro! —gritó sin pensarlo—. ¡Que alguien me ayude, por favor! ¡Auxilio!

Le llegó un cloqueo de abajo. Parecía que los piratas se estaban congregando bajo su jaula. Fue consciente de que había perdido algo de ropa desde su desmayo. Alguien se había llevado su vestido, dejándole solo el camisón interior y las gastadas medias grises. Para Mary, aquello era casi más obsceno que encontrarse desnuda, y se deshizo en sollozos.

—¡Nadie va a ayudarte! —berreó alguien.

¿Qué habrá sido de mi padre?, se preguntó Mary, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. ¿Estará bien? ¿Habrá logrado escapar? Menos mal que no podía verla en su actual situación; aunque siempre había sido comprensivo con ella, estaba segura de que, una vez más, atribuiría sus circunstancias a su alocada sangre materna. ¿Y si lo que le ocurría era todo un designio divino, un castigo por su comportamiento indecente? ¡Pero no quise hacer daño a nadie! De hecho, había hecho feliz a más de uno...

Sintió movimiento a su derecha y se llevó un susto tremendo cuando miró y vio a su lado un rostro de color café con leche, con labios gruesos y una negra cicatriz de la frente a la barbilla.

—¿Quién eres? —balbuceó.

—Soy Nadie.

Mary se quedó perpleja mientras Nadie trepaba como un mono a la parte superior de su jaula e intentaba desatar los nudos de las cuerdas que los sostenían.

—Ese desastre de Knotman —gruñó—. Esto se acabó. En la próxima votación propondré acabar con la contratación de personal nuevo a distancia.

Mary observó cómo el hombre sacaba una daga de la cintura. Pensó que no se atrevería, pero el pirata se sujetó al techo de la jaula y, con un par de cuchilladas, cortó una de las cuerdas. Mary emitió el grito más agudo de su vida mientras se precipitaba al vacío; la velocidad la empujó hacia arriba y se encontró flotando en el aire, mirando directamente a Nadie. El rostro del mestizo era severo, pero en sus ojos brillaba una chispa de diversión.

Con una sacudida, la jaula aminoró su caída y descendió los últimos metros hasta posarse suavemente en cubierta. Nadie bajó al suelo y Mary, jadeando, se quedó tumbada hecha un guiñapo. Los piratas se arremolinaron alrededor de los barrotes; Mary pensó que eran como lobos acechando un cordero.

—¡Qué linda es! Tiene el pelo oscuro y frondoso, como a mí me gusta —dijo un pirata grueso y colorado.

—No puedo creerlo, compañero. Tienes a una mujer medio desnuda frente a ti, ¿y te fijas en el pelo? —A su lado, un pirata con el rostro surcado por cientos de cicatrices soltó algo parecido a una risotada con gotas de saliva, y deslizó la mirada por el cuerpo de Mary—. Lo que de verdad importa de una mujer son los ojos. ¡A mí me pirran los ojos negros!

¡Sí, mi capitana!: La leyenda del monstruo marinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora